Me gusta la literatura que suda y tiembla. Que pregunta hacia dentro y conciencia hacia fuera. Sin miedo a enfrentarse a los seísmos y demonios de su tiempo. La literatura que disecciona la realidad. Pero no como si fuese el bisturí de un forense sino como la cuchilla de un cirujano. La primera explora pericialmente las causas de la muerte. La segunda interviene en las dolencias de la vida. Al hacerlo se arriesga emocional, intelectual y profesionalmente. Tiene que ser serena para no dejarse llevar por sentimientos personales. Coherente en la manera de poner en práctica su diagnóstico. Su pulso literario tiene que ser perfecto, dominar el trabajo con los tejidos del lenguaje para no provocar desgarros, hemorragias, insuficiencias cardioespitatorias en la historia que tiene abierta entre sus manos.

Los escritores que llevan a cabo esta literatura asumen el peligro de ser etiquetados como defensores de una determinada actitud ideológica o de una independencia incómoda para todas las opciones políticas, muy dadas a desconfiar siempre de quiénes no se censan en sus filas o sus corifeos. La mayoría de los lectores rechazan ser cómplices de su exigente lectura y pocas veces los avalan como best sellers. El mercado no convierte sus obras en series de televisión ni en películas españolas subvencionadas. Y los escritores de otros géneros disidentes del realismo, los evalúan con esquiva indiferencia, como si estuviesen por encima de quienes tal vez no sepan viajar la imaginación. Evadir a los lectores a otros mundos y sueños. Cada cual es libre de elegir su universo, su género, su lenguaje. Pero en los tiempos donde la violencia subrepticia y la que no enmascara su fiebre nos flagelan con su mal aliento, el escritor no debe esconderse detrás de su lenguaje ni permanecer inmóvil frente a las injusticias, los dramas, el miedo de las personas a pertenecerse. En esas épocas hace falta que la literatura arrime el hombro y se manche.

Isaac Rosa es uno de esos escritores que mira a la realidad a los ojos y caligrafía introspecciones de sus enfermedades: el miedo social, el trabajo despojado de dignidad, la crisis económica. Temas contemporáneos que definen nuestros hábitos y sombras. El oficio de ser inconformista frente a la intimidad del espejo y frente al combate de los hechos. Dos momentos en los que estar solos no es un instante ni un solo rostro. No existe otro momento, exceptuando el de la muerte, donde nos preguntemos con más incertidumbre quiénes somos, cómo y qué responder cuando somos desalojados de nuestras esperanzas. Los escritores que colocan al hombre en el centro de su literatura plantean anhelos, fracasos, certezas, interrogantes, opciones, metáforas de la vida con la que batallamos. Isaac Rosa lo hace siempre. Como un geómetra de la historia que cuenta y de la que también cuenta bajo lo que cuenta. Igual que un asceta del lenguaje que mueve con carácter, expresionismo y sensibilidad, entre una gama de grises que van del pretérito al futuro, creando interinas sombras en el presente. Esa es también la rica gama de los personajes que vivifica en las encrucijadas de sus novelas: El país del miedo, La mano invisible, La Habitación oscura, porque el gris es el color de las cenizas, del dolor intenso, de la duda, el que vemos en la oscuridad absoluta. El color que nos exige la toma de conciencia. No sólo es simbólico el cromatismo del lenguaje y su atmósfera. La metáfora se hace real en el título y en el corazón de la historia. En esa habitación donde un grupo de jóvenes descubre, a través de la oscuridad y la risa, la libertad del sexo y la transgresión que quince años después se convierte en la erosión de un grito en la oscuridad. El miedo que los arrincona y los transforma en el temblor expectante del engaño, del fracaso, de la traición, del pesimismo, de las diferentes formas de enfrentarse al derrumbe de un sueño hipotecado. Al descubrimiento del vacío provocado por un modo de vida dependiente de la economía de la vanidad. La evidencia de décadas de educación que nunca consolidaron el humanismo, la creatividad como formas del auténtico progreso y bienestar.

Nuestro país, la crisis y sus víctimas son una habitación cegada. Sin un vilano de luz que se filtre por la ventana. El búnker donde permanecen como rehenes desencadenados la generación del escritor nacida en democracia al consumismo, al proteccionismo del Estado, a la precariedad de defensas psicológicas y morales ante el espejismo hecho añicos. Justo en el instante de recoger el éxito y la felicidad. Lo mismo le ha sucedido a los que tienen cincuenta, sacrificada y sin futuro que reinventar. Ninguna de las dos esconde su desánimo, su escasa convicción en las protestas y sus acciones. Sucedáneos de otras batallas que se ponen y quitan como una chapa vintage en la solapa. Al final, los personajes y los temas, operados a corazón abierto en el quirófano de una habitación oscura, somos nosotros mismos peguntándonos cómo encarar la metamorfosis personal, social y cultural que nos exige el combate con la realidad que nos da jaque que te jaque.

Isaac Rosa no irrumpe en la oscuridad y enciende la luz. No es su responsabilidad. El escritor abre la herida, muestra su pus, la limpia, deja que respire. Con el libro entre las manos, uno se pregunta si la lucha ha perdido credibilidad. Si existe alguna contraofensiva posible ante la desintegración de lo conquistado en décadas de esfuerzo, frente al sistema que ha pauperizado nuestra vida.

¿Se convertirá del todo la literatura en un mero efecto placebo contra el dolor de pensamiento o servirá para desobedecer a la realidad y reiniciarla? Los lectores tienen la palabra.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com