El señor Montoro es un gnomo guasón. Se ríe de nosotros, nos vacía la cesta de la merienda, nos expulsa a patadas fuera del bosque cuando no le seguimos las bromas (como cuando, hace unos días, dijo, jajá, que los sueldos no bajan sino que suben moderadamente). Como él vive dentro de una confortable seta venenosa y como ha hecho de sí mismo la medida de todas las cosas, hace todo lo posible para convencernos de que el veneno (los impuestos desmedidos, los recortes, las recaudaciones inhumana) es algo saludable. ¡Qué haríamos sin el veneno excepto morirnos de inanición! El veneno salva vidas: ese podría ser el lema del Montoro, que lo va proclamando a lomo de luciérnagas gigantes, cabalgando caracoles de baba refulgente, sentado sin miedo en las fauces de las plantas carnívoras, balanceándose en las lianas como un Tarzán de opereta. Un poco de sabiduría homeopática sí que tenemos que reconocerle, al menos como posibilidad: como casi todo es o se ha convertido en veneno (el mundo entero, sin ir más lejos, es una amalgama de compuestos materiales y morales nauseabundos), quizás sólo el veneno, en dosis justas, pueda sanarnos. La sorna compulsiva del señor Montoro también es venenosa, aunque no para él, que está inmunizado gracias a la seta tóxica donde duerme y sueña con brujas, sino para los que le miramos cara a cara. Por eso es aconsejable cruzar el bosque donde él reina con los ojos tapados, con cera en los oídos, con la cesta de las viandas protegida con alambre de espino.

Por su parte, el señor Wert parece un náufrago encantado de haberse conocido. Gobierna su isla desierta (que él cree, víctima de visiones quizás por haber probado, en algún acto de íntima conciliación con el señor Montoro, las setas de éste, que está repleta de gente adepta) con ademanes de un Napoleón que buscara un Waterloo para inmolarse. Se ve a la legua que lo que necesita para sentirse importante es fracasar. Un fracaso glorioso que le asegure un lugar en la historia. Un fracaso que inscriba su nombre con letras de oro en los manuales, y no como el de la mayoría de ministros que le antecedieron en el cargo, de los que sólo se acuerdan los coleccionistas de biografías banales. Un fracaso, además, que le equipare, salvando las distancias protocolarias, con esos repetidores escolares a los que él quiere expulsar del sistema. Nadie parece haberse dado cuenta, pero esta durísima norma contra los que no aprueben es una forma de afecto indirecto: porque él ya sabe que el tiempo tampoco le va a aprobar a causa de esta disparatada y ofensiva ley educativa que se ha sacado de la manga y va a necesitar cómplices que compartan su tristeza; y porque en una isla desierta, por mucho que él la vea repleta de aplaudidores de conveniencia, va a necesitar, tarde o temprano, compañía, que se nutrirá de los exiliados a la fuerza por haber suspendido, por ejemplo, el examen de religión. El señor Wert es un Robinson que no quiere ser rescatado (porque ¿dónde va a ser más importante que ese árido peñasco rodeado de agua por todas partes de su inteligencia?), el reyezuelo de una isla habitada por fantasmas fracasados, por ideas fracasadas, por el más fragrante fracaso del diálogo, el consenso y el sentido común que se haya visto en nuestro país en los últimos tiempos.

Un gnomo y un náufrago. Con estos personajes va a ser muy difícil que el cuento acabe bien.