Por primera vez desde que arrancó la legislatura el ministro Montoro ha dicho algo con sentido. Quizá dijera cosas con sentido mucho antes, lo que pasa es que es difícil entenderle, con esa manía tan suya de hablar a tumba cerrada, como una máquina cortacésped cuya oración se va perdiendo en la lejanía. Acostumbra el señor Montoro a elevar la voz del mismo modo en el que los grandes lagartos resoplan cuando no les sale el estornudo, un ruido amorfo, apenas levantado un palmo sobre el silencio, de tendencias centrípitas. Se diría que el ministro Montoro cuando habla lo hace irremediablemente hacia sí mismo, incluso en el Congreso. Y lo que sale por su boca se convierte en ese tipo de material que se reserva para los días contra el pijama y para hacer buenas migas con los ogros mientras se improvisan cuentos infantiles. Dice Montoro que los salarios no bajan, sino que crecen moderadamente, lo que si no fuera por su resonancia trágica podría considerarse incluso algo parecido a una broma fina. Evidentemente no es en estas vicisitudes alocadas, las de la economía, en las que Montoro deja entrever lo mejor de su espíritu. El ministro únicamente sabe lo que se dice cuando habla de cine. Han tenido que pasar legiones de parados y descoyuntarse la prima para que el titular de Hacienda se ajuste las bifocales y pronuncie una frase sapientísima. Esto es, que la calidad del cine español es mejorable. Lo malo es que no la hecho desde el mirador privilegiado de un selecto hombre de crítica; por más que uno crea en los efectos especiales cuesta imaginarse a Montoro en plan cinéfilo, con la foto de Herzog o de Antonioni en el mismo lugar en el que otros tienen a su mesomórfico expresidente o a la Virgen del Rocío. En esta España sacrosanta y navajera, metida más que nunca en los avatares del hooligan, nadie perdona nada. El debate sobre el cine se hace sobre el estigma de los de la ceja. Y la economía se rompe mientras los dos grandes partidos se echan al monte para proclamar la corruptela que ensombrece al enemigo; es este país el mismo de la limpieza de sangre, irrefrenablemente cainita, en el que todo se arregla con bajas pasiones de equipos de fútbol. Incluso, la dictadura, que por momentos parece que no fue un tiempo de ignominia, sino la vergüenza secreta de unos pocos y la fuente de dignidad de las mayorías. Europa, como Amadeo, se echa las manos a la cabeza y florecen los monstruos como antes florecían las casas con tarima: el último, en Francia, la hija de Le Pen, que da mucho miedo. Sentimentalmente casi española, maniquea, irracional, frenética, cautiva.