¿Era un ejemplo la imagen del ministro de Economía, Luis de Guindos, llevando una tartera de plástico entre la embajada española en Luxemburgo y la reunión del Eurogrupo? ¿Quería predicar con el ejemplo y la boca llena de croquetas o le cazaron llevándose envuelto en rebozo de pan rallado y bechamel un alijo de jamón de bellota marca España o de pollo sobrante criado en granjas europeas en mejores condiciones de las que se dan a los inmigrantes náufragos del Mediterráneo? Las croquetas de la embajada de España en el Gran Ducado son famosas por su sabor, dicen las informaciones, que parecen redactadas por la agencia de publicidad para Croquetas Gran Ducado, una marca tan falsa como la marca España.

Las croquetas son un bocado magnífico y, cuando están bien hechas, saben ricas calientes y frías. El tupper hermético y el rebozo redundan en conservar el calor, algo volcánico de las croquetas, que queman al ansioso en los dedos y en la lengua. Las croquetas, diría un cursi con un tópico, reúnen tradición y modernidad: la tradición de lo que sobró ayer con la modernidad de esa salsa espesa y milagrosa que amortaja y resucita, esa bechamel, besamel o besamela, denominación que puede dar lugar a equívocos.

La croqueta, que era prueba obligatoria en el examen de cocinero, que repunta en la cocina de reciclado de las crisis cíclicas y que, rellena de nada o de un huevo cocido, alimentó a la familia numerosa de la posguerra según la receta de la Sección Femenina. La croqueta, a la que nadie se resiste salvo en su pronunciación y en su escritura (a peor ortografía, peor sabor), siempre estuvo muy bien pero sería perfecta si en el tupper de un ministro por Europa acabara de una vez por todas con la comida de trabajo, esa contradicción en los términos (si comes bien, trabajas mal y si trabajas bien, comes mal) que hace perder tiempo y ganar peso.