Decían los indignados del efímero movimiento 15-M que la banca es la culpable de todos -o casi todos- los males que afligen a España. Ahora acaba de confirmar esa sospecha el expresidente de Pescanova, Manuel Fernández de Sousa, quien atribuye a la imprudencia de los bancos la desdichada situación financiera de esta multinacional de los peces con sede en Galicia.

La culpa de los actuales agobios de la firma no ha de cargarse, en opinión de Fernández de Sousa, a la buena o mala gestión de sus directivos, por más que un juez los acuse de hacer trampas con las cuentas anuales y usar indebidamente la información privilegiada de la que disponían. Los verdaderos responsables de la situación serían más bien los bancos y cajas que, sin encomendarse a Dios ni al demonio, le concedían a Pescanova créditos temerarios a corto plazo.

Reprocha el exjefe de la compañía a sus prestamistas que no le hubieran exigido en su momento las garantías necesarias para avalar los créditos. Que le dejasen caer en la tentación, por decirlo de otro modo. Esa alegría crediticia no respondía, naturalmente, a una improbable generosidad de la banca, sino al deseo de cobrar intereses más altos de lo habitual, en opinión de Fernández de Sousa.

Como quiera que sea, el resultado de tales audacias financieras lo están pagando al final todos los contribuyentes, tras la quiebra de muchas de las cajas que incurrían en esas prácticas. También a ellos les corresponde sufragar con sus impuestos la carga de los parados que dejó o pueda dejar aún la desaparición de tantas empresas así financiadas.

Razón no le falta al mentado Fernández, por más que la utilice como argumento para defenderse de otro tipo de acusaciones. Lo mismo ocurrió, en realidad, con los españoles del común que durante la reciente fiebre especulativa de la vivienda acudían a la sucursal bancaria más próxima para pedir un crédito destinado a la compra de un piso. No era infrecuente que ese préstamo hipotecario le fuera concedido a quienes, obviamente, no podrían pagarlo en modo alguno con su sueldo; aun en el caso de que no perdiesen -como finalmente sucedió- el empleo del que lo obtenían.

Lo usual, por el contrario, era que el representante del banco (y mayormente, de la caja) animase a los clientes atacados de timidez a solicitar aún más crédito del que, con toda evidencia, podían permitirse. «¿Solo doscientos mil euros? Pide doscientos cincuenta mil, hombre: y así de paso amueblas y te das un caprichito».

Fueron muchos los que, tentados por ese dinero aparentemente fácil, acabarían por aprovechar los flecos de la hipoteca para comprar coches de alta cilindrada y pagarse viajes a los más exóticos destinos del mundo. Luego vendría la inesperada crisis y, con ella, el llanto y el crujir de dientes: tanto para la banca que se encontró colgada del andamio como para los deudores que, víctimas del desempleo, no pudieron atender ya al pago de su vivienda.

Sorprende un poco si acaso que también las empresas, teóricamente gestionadas por expertos en el manejo de las finanzas, cayesen en el mismo error de cálculo que los ciudadanos del común. Más o menos eso es lo que viene a decir, sin embargo, el expresidente de Pescanova, cuando culpa a los bancos de concederle créditos sin las garantías que, al parecer, no podría aportar. Hasta en sus excesos de generosidad, la banca es culpable.