Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía», decía Séneca. Y eso mismo deben pensar los 186 ciudadanos españoles afectados por malformaciones fetales que reclaman 204 millones de indemnización a la farmacéutica Grünenthal, la empresa que, hace cincuenta años, patentó y puso a la venta la talidomida. Un producto que se anunciaba como tranquilizante y se recomendaba, fuera de prospecto, para tratar las náuseas de las embarazadas. Ante las primeras denuncias sobre una presunta relación de causa a efecto entre el fármaco y las malformaciones, las autoridades de algunos países ordenaron la retirada de la talidomida del mercado, aunque en la España gobernada por Franco hubo un cierto pacto de silencio para no perjudicar a la empresa alemana y evitar reclamaciones, según la versión de algunos de los demandantes. La vista del juicio ha tenido lugar ante un juzgado de instrucción de Madrid y la sentencia se espera para dentro de mes y medio aproximadamente.

Las posibilidades de éxito de los presuntamente afectados son escasas según medios jurídicos consultados por la prensa dado que el delito podría haber prescrito por el paso del tiempo a partir del cese de los daños causados. Y por otra parte podría interpretarse también que el laboratorio actuó de acuerdo con los conocimientos científicos que había en aquella época, y no podía prever el resultado dañoso. Una tesis que no comparte el abogado de los reclamantes dada la posibilidad de que pueda acreditarse la aparición de nuevos daños con posterioridad. Ignoro las razones por las que los afectados por esas malformaciones tardaron tantos años en unirse para plantear conjuntamente esa reclamación pero al margen de estas disquisiciones jurídicas hiere la sensibilidad que prescriba el delito por el paso del tiempo mientras perduran los daños y hasta se acentúan a medida que se pierde vigor físico. He visto fotografías de los afectados en el juicio y daba dolor observarlos sin brazos o sin piernas, o disminuidas de tamaño esas extremidades. El caso de la talidomida pasará a la historia como uno más de los experimentos que el aprendiz de brujo empresarial saca al mercado sin tener conocimiento pleno sobre sus efectos. En España, antes de este hubo otro que no se terminó aún de aclarar como el llamado del «síndrome tóxico». En aquella ocasión, mayo de 1981 cuando aún gobernaba la UCD, se declaró oficialmente la aparición de una enfermedad de origen desconocido que provocó miles de víctimas y gran alarma social. En un primer momento, el ministro de Sanidad, el gallego Sancho Rof, declaró que el agente infeccioso era una bacteria («bichito» dijo) que viajaba por el aire y se transmitía por vía respiratoria. Esta tesis fue descartada tras los correspondientes análisis y entonces las autoridades apuntaron la posibilidad de que el causante de la epidemia fuese la ingesta de un aceite de colza de uso industrial que habría sido desviado hacia el consumo humano por comerciantes desaprensivos. Y esa fue la versión que confirmaron los tribunales de justicias. El abogado y exjuez Pérez Escolar, uno de los fundadores de Alianza Popular, sostiene que la verdadera causa debería buscarse en un accidente con armas bacteriológicas en la base norteamericana de Torrejón de Ardoz. Nadie lo ha desmentido.