Para Isidro Fainé, presidente de la Caixa, España ha iniciado ya la senda de la recuperación gracias a las exportaciones y a unos salarios que se sitúan en los niveles del año 1999. Desconozco si es un dato que el banquero catalán ha contrastado o si se trata tan sólo de una percepción intuitiva, más o menos ajustada a la realidad. En todo caso, no creo que se equivoque en exceso. El implacable ajuste de los costes laborales -ya sea por la vía del despido o por la contención salarial- ha facilitado que el incremento de la productividad se traduzca en una creciente competitividad. El empobrecimiento interno se une a la internacionalización de la economía, como paso previo al retorno de un PIB con tasas positivas. Así, si juzgamos la inteligencia social en periodos generacionales, podremos comprobar que el proceso de estancamiento se extenderá entre veinte y veinticinco años, casi un cuarto de siglo. Cabe argumentar que los errores en política se pagan -basar el crecimiento en la expansión del crédito, fue sin duda uno de ellos-, aunque España diste de ser una economía fallida. Quiero decir que, con todas las salvedades, la próxima década será mejor. Sin grandes alegrías, supongo, porque hemos entrado en un nuevo paradigma cuyos criterios son el dinamismo y la eficiencia de la empresa, además de la responsabilidad individual, mientras se arrumba el generoso paraguas del Estado del Bienestar: un mundo de duros recortes y ropa ajustada, llamado a profundizar las fracturas de clase.

La política, sin embargo, topa pronto con sus límites. Las equivocaciones agravan el diagnóstico general; en cambio, los aciertos sólo encauzan determinadas tendencias pero no las revierten. Fuera del magma de la utopía, ni la derecha liberal ni la izquierda socialdemócrata ni la retórica del nacionalismo pueden frenar el impulso de los tres vectores centrales en la economía del siglo XXI: la globalización del comercio y del talento, la aplicación de las nuevas tecnologías -básicamente la robótica y el software- y, en definitiva, la optimización industrial del rendimiento. Las multinacionales responden ante sus accionistas y concurren en un entorno de competencia mundial. La domiciliación fiscal, los ajustes salariales, el pago de dividendos obedecen a intereses estratégicos. El análisis de los datos permite detectar los puntos débiles del proceso productivo y subsanarlos con las nuevas tecnologías o con un personal más barato. La consecuencia es que las empresas son más lucrativas pero generan menos trabajo de calidad. El desempleo aumenta de forma estructural, al tiempo que los sueldos se vuelven precarios. Si el rendimiento extra que ofrece un trabajador por el hecho de ser fijo no compensa el plus salarial que se le paga, la lógica de la eficiencia actúa en forma de externalización, subempleo, recorte salarial o traslado del negocio a otro país. Los efectos sobre la continuidad de la clase media resultan devastadores.

Una de las lecturas posibles de la Historia revela una dinámica en la que unos ganan y otros pierden. Por supuesto, no es la única posible. Sin la civilización -y su sentido de la dignidad humana-, el tribalismo entra en acción: los números sustituyen a las personas, el frío análisis de los datos a la compleja realidad moral de las personas y de las sociedades. Se trata de una tendencia global que reparte el empobrecimiento como una credencial de supervivencia. No se engañen, en el futuro la economía crecerá (de hecho, a nivel mundial, no ha parado de hacerlo). Pero la estratificación social será muy distinta a la actual.