Artur Mas ha fijado en 9.375 millones de euros la deuda que, según sus cuentas, tiene con Cataluña el estado español. Lectura inmediata: es el precio del acuerdo para desinflar «la consulta» independentista y justificar su hibernación salvando la cara. El asunto se le ha ido de las manos al president y su única salida es, probablemente, persuadir a los más radicales de que el planteamiento ha sido rentable aunque no llegue a término... que ya llegará si el chantaje deja de funcionar en el futuro. En sentido contrario, presentar una factura que se sabe inasumible también puede ser la manera de lavar las manos ante las consecuencias de la segura negativa del gobierno estatal. Pero el morbo es éste: ¿seguiría la Generalitat poniendo la mano si el Parlament declarase unilateralmente la independencia, o sabría limitarse dignamente a sus posibilidades?

Otra pregunta generalizada alude a los contenidos que Mas esperaba del diálogo ofrecido por Rajoy. Siendo resueltamente ilegal cualquier pacto que afecte a la Constitución sin pasar por el debate de las Cortes Generales, ¿contaba realmente con un truco que le evitase un numerito como el de Ibarretxe ante la cámara baja? ¿abrigaba la ilusión de conseguir aquel dinero a cambio de la paz? Cualquier necedad es posible a estas alturas de la liga. Durán i Lleida sigue propagando su ambigua oposición a la deriva del socio, pero pasa a primera línea de fuego deduciendo de la cifra de Mas todas las inversiones que, en la doctrina del Tribunal Constitucional, no son de obligado cumplimiento. Es, literalmente, un torpedo en la línea de flotación separatista, pero estos viejos camaradas nunca se sabe a qué juegan realmente. Lo que parece claro es que, sin los votos de Unio Democrática, Convergencia no podría sostener el contubernio de falsa mayoría con la Esquerda de Junqueras. Lo malo es que Durán i Lleida insinúa cosas, pero se guarda la ropa como ha hecho siempre.

Este teatro ya es fatigoso. La autonomía madrileña, de mayoría PP, levanta el dedo reclamando su «deuda histórica» en prevención del coste de la presunta pacificación catalana. Puede ser una táctica sibilina para ilustrar su imposibilidad, pero todas las autonomías se consideran acreedoras de deudas históricas que hacen quimérico el consenso para la nueva financiación autonómica. Es ilusorio pretenderlo sobre datos homologados, porque todas son diferentes, y no cabe igualdad entre desiguales. Pero de esto al histerismo de las deudas locales hay un abismo sobre el que no saltará sin riesgo de descalabro un gobierno estatal tan poco respetado como el que padecemos. La única deuda realmente histórica, no histérica, que tiene el estado, afecta a las autonomías cuya renta familiar aún no llega a la media estatal. Este es el dato ética y políticamente inesquivable. Lo demás, subasta de bufones.