Conocí a Rafael Ávila hace ya algunos años. Entonces llevaba una céntrica tienda de discos en mi pueblo, Marbella. Entre muchas otras cosas, le debo el acceso a los territorios menos conocidos y trillados de la música del Renacimiento y sobre todo la del Barroco. Guardaba en su tienda auténticos tesoros, a precios siempre asequibles. Los extranjeros que entraban en el establecimiento por primera vez se dirigían casi siempre a él en inglés. Incluso algún que otro alemán o escandinavo le preguntaba, en alemán, sueco, noruego o danés, si era un compatriota. Cuando les contestaba en un inglés fonéticamente perfecto que él era asturiano y español, lo miraban incrédulos.

Este hombre, íntegro , culto y valiente, tenía dos querencias. Los horizontes vitales los necesitaba amplios y limpios, sin barreras ni etiquetas. La otra gran pasión era su amor a la naturaleza y sus patrimonios sagrados. Rafael Ávila fue uno de los primeros ecologistas en una Marbella todavía inocente y confiada, aparentemente ungida por los imprevisibles dioses. Una Marbella que él adoraba. Por eso fue uno de los primeros en detectar la llegada de la plaga, como cuando Camus nos cuenta en las primeras páginas de La Peste el momento en el que el doctor Bernard Rieux se encontró aquella rata, como un mensajero del mal, en la escalera del edificio donde vivía en Orán.

Hace unos meses me enviaron unas lineas desde Asturias, donde Rafa Ávila se había retirado, muy tocado por la enfermedad. Las había publicado en El Comercio de Avilés una periodista asturiana que lo conocía muy bien. Cito a Cristina del Río: «Rafael Ávila fue unos de los azotes de Jesús Gil durante sus once años como alcalde de Marbella. En la localidad malagueña asentó su campamento base. Hizo de la causa ecologista su caballo de batalla. Coordinador durante seis años de Ecologistas en Acción en Málaga fue también la cabeza visible de la plataforma contra los abusos urbanísticos en Marbella... Fue Ávila, pues, una persona incómoda para el poder de Jesús Gil primero y de Julián Muñoz después, lo que se tradujo en represalias que de rocambolescas cuesta hasta creer».

«Lejos de amilanarse, Ávila se crece. Se documenta, argumenta, y de palabra y obra, en el Avilés de su infancia o en la Marbella de su madurez, sale a la calle y a las redes sociales y clama por lo que cree justo. Ya no está en primera fila pero con sus ideales firmemente apuntalados sigue en la brecha en la medida que su salud se lo permite».

«Con los ideales como bandera», así titulaba la articulista su trabajo. Es un buen título. Rafa Ávila ya no está con nosotros. Falleció el domingo pasado. El sepelio fue el lunes en Avilés, a las cinco de la tarde. Aquellos que, como él, combatieron por aquellos ideales fueron pronto abandonados por los oportunistas, por los que desean ardientemente poder ser corrompidos. Rafa Ávila había viajado por todo el mundo. Sabía, como decía Camus, «que hay ciudades y países donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que existe otra cosa».

Sabía que no todo es basura.