Un pequeño y olvidado país de un azaroso Reino penaba desde un milenio haberlo sido también (reino) y no serlo. Por tal motivo sus más preclaros idearon unos fastos para atraer al país por unos días al año a la Corte. Esos días muchos gozaban de ver reverdecido el antiguo rango, no pocos naturales vestían de cortesanos y el pueblo salía a la calle para ver desfilar a la Corte completa del Reino, camino a los fastos. Por desdicha en el Reino empezó a faltar el trigo, y el pueblo, como suele pasar (y es justo), culpó de las desdichas a la Corte. Entonces, al llegar los fastos, no sabía qué hacer. La falta de trigo le encendía contra la Corte, pero tampoco deseaba espantarla. Fue así como su gente decidió turnarse: unos seguirían rindiendo el homenaje y otros hostigarían a los dignatarios. Mas en la Corte, siempre insaciable en su afán de vítores, se empezó a pensar para qué coño el viaje.