Releyéndome el otro día -no se trataba de un ejercicio solipsista, créanme-, me topé con esta frase: «Alguien tiene que hacer el trabajo sucio en esta sociedad, algún artículo tendrá que ser escrito para no tener 400 retuits». Quizás sea una cuestión en la que merezca profundizar en estas líneas: sí, voy a escribir un artículo sobre escribir artículos.

Cada vez me empapo más de las columnas de opinión de los medios -será porque también hay más espacio para ellas: quizás estemos ya más ávidos de opinión e interpretación que de información-, y, la verdad, cada vez me enfado más: no es cuestión aquí de enmendarle la plana a los colegas -bueno, ¿por qué no?- pero no dejo de encontrar textos que se basan en una aplaudible posición frente a las cosas; sí, aplaudible, o populista, fácilmente asimilable, sin cuestionamiento de las cosas.

De hecho, algunas columnas opinativas de periodistas y colaboradores parecen un discurso de político, de ese tipo de mensajes que se saben vacíos de contenido por lo que buscan a la desesperada una expresión de cierta fortuna para calar en el receptor.

Son fácilmente reconocibles este tipo de artículos o articulistas: suelen usar juegos de palabras (malos) en los titulares, gustan de esa prestigiosa ironía que sólo es humor malo y siempre, siempre se alinean con la sociedad, con el pueblo (la gente siempre tiene la razón y los dirigentes son unos mangantes, y punto), salpimentando la cosa de referencias culturalistas e historicistas para, curiosamente, mantener la distancia con ese mismo pueblo.

En esta sana obsesión del periodismo por acercarnos a la gente estamos generando una especie de columnistas que sólo escriben lo que la gente quiere leer. Lo opinativo está siendo tergiversado de forma bárbara a través de la gratificación instantánea que impera en estos tiempos: el lector se indigna con la denuncia fácil, bien trabada para contagiar malrolleo, del texto, y éste recibe unos retuits masivos, los pulgares hacia arriba de la era virtual.

Y todos tan contentos, con nuestros egos bien nutriditos hasta la siguiente ración de autoafirmación, hasta la siguiente ocasión en que opinador y lector se encuentren y se reconozcan como prácticamente las únicas personas realmente inteligentes y conscientes de la podredumbre de este mundo.

¿Para esto los periódicos empezaron a reservar un espacio para la opinión? ¿No se trataba de un lugar en que mirar las cosas con calma, sin la tiranía del hecho, de lo noticioso, y siempre desde la honestidad intelectual, aunque ésta lleve por caminos socialmente difíciles? La excusa es siempre la misma: en esta sociedad tan rápida, tan inmediata, la reflexión es un lujo fuera de nuestro alcance, un imposible -a muchos les interesa repetir esto como un mantra, para que ni siquiera intentemos pararnos a pensar-. Pues yo creo que no: miren, si sumáramos todo el tiempo dedicado a escribir chorradas populistas o demagogas, lugares comunes para gratificar al personal a pensar en cosas que no nos remuevan pero sí nos muevan todo sería bastante mejor. Tendríamos un artículo en vez de quinientos, de acuerdo, pero tampoco echaríamos de menos 499 artículos que vienen a decir más o menos lo mismo.