Sobre la Iglesia católica como institución -una de las pocas monarquías absolutas que perviven en el siglo XXI- pesan hoy fuertes cuestionamientos, empezando por los que efectúa el mismo Papa Francisco. En un libro de recomendable lectura, "Dioses, creencias y neuronas. Una aproximación científica a la religión", el profesor Ramón Nogués, catedrático emérito de Antropología biológica de la Universidad Autónoma de Barcelona y sacerdote escolapio, afirma lo siguiente: todo el mundo está de acuerdo en que, desde la perspectiva institucional, el proceso de deconstrucción de la cristiandad que se halla en curso resulta irreversible. Más aún: la Iglesia sigue manteniendo aspectos institucionales directamente contrarios al Nuevo Testamento. Según Nogués, es preciso remediar la separación jerárquica entre clérigos y laicos y el apartamiento de éstos de los procedimientos eclesiales decisorios, situación ajena al Evangelio. Reclama también colegialidad en la Iglesia, como proclamó ineficazmente el concilio Vaticano II, en lugar de "un deslizamiento de la centralidad de Jesús hacia la del Papa". Pide igualmente pluralismo y democracia (sí, "democracia"), porque el sistema democrático es el único decente para gestionar cualquier sociedad, y porque la democracia funcionó en los primeros tiempos del cristianismo y sigue haciéndolo en el seno de las órdenes religiosas.

Jesús, que rechazó explícitamente cualquier forma de poder, no pretendió fundar ninguna institución. ¿Cuánta institucionalidad cabe, pues, en la Iglesia? Eso depende de la misión que a la Iglesia se la quiera asignar, misión que no puede ser la de constituirse en un poder político o social, ni la de imbricarse con tales poderes (cosa que históricamente ha constituido un escándalo), ni la de someter a las personas a un régimen patológico de culpabilidad y de temor. Por supuesto, de ningún modo se puede confiar en la autenticidad de un mensaje religioso que pretenda traducirse en un control social y político. El duro aprendizaje que representa pasar del uso del poder, la amenaza, el miedo y la culpabilidad al ámbito de la incitación, el convencimiento y el testimonio supone un reto esencial de las instituciones eclesiásticas. Las religiones proporcionan, dice Nogués, la articulación de la conciencia de lo que nos falta, manteniendo despierta nuestra sensibilidad espiritual y nuestra capacidad de interrogación, que la ciencia no puede colmar porque las últimas preguntas siguen sin respuesta. Pues bien, la tarea religiosa fundamental no es otra que la de la liberación humana integral: la de la culpabilidad enfermiza, la de la esclavización política o social, la de la pobreza y la incultura, la de la superficialidad, la de la soledad en el dolor€

En lugar de una misión liberadora a la que ajustar estrictamente su organización institucional la Iglesia se ha orientado, sin embargo, en otras direcciones. Por ejemplo, se ha obsesionado con su visión peyorativa de la sexualidad, asociada al menosprecio de la mujer, actitudes que el cristianismo tomó del paganismo más que de la tradición original de Jesús. Y es que la misoginia se encuentra presente en todas las culturas, aunque las llamadas religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e islamismo) están fuertemente sexualizadas en sentido patriarcal. Pero no sólo eso: las religiones monoteístas han tendido a vincular estrechamente primacía masculina, poder sociopolítico y divinidad. Combatir la misoginia requiere, por tanto, tener una ética de la conducta sexual que en nada se distinga de la ética cristiana general respecto de todas las acciones importantes de la vida humana.

Hasta aquí lo que sostiene Ramón Nogués, cuyo pensamiento poco coincide con el de la Iglesia oficial, que asiste a su progresiva irrelevancia en el mundo de hoy desde la convicción fatal de que los equivocados son los otros. Pero no es la castidad, sino el amor lo que ha de predicarse a los jóvenes, que naturalmente, y por puro sentido común, abandonan en masa ante una educación sentimental tan estrecha y limitada como la que la Iglesia imparte. No es únicamente la limosna lo que se ha de pedir a los cristianos, sino la justicia en todas sus relaciones con los demás. No es la jerarquía, sino la igualdad, lo que debe defenderse. No es la preterición y subordinación de la mujer lo que ha de justificarse, sino su plena equiparación al hombre en todos los ministerios y funciones eclesiales aquello que debe postularse.

En su misión liberadora, la Iglesia debe ser mucho más una comunidad que una institución. Los mimbres organizativos, burocráticos y jurídicos tienen que limitarse a lo instrumental e indispensable, ya que no pueden resultar un fin en sí mismos. Lo que menos importa de la Iglesia es la curia romana, no siempre ejemplar. La razón de ser existencial de la Iglesia es de orden trascendente: se trata de un proyecto comunitario de compartir el camino vital hacia un ser de luz. Jerarquías, ritos y fastos o bien tienen, como elementos integrantes de un lenguaje simbólico, una función servicial y comunicativa en exclusivo beneficio de ese proyecto, o bien son parafernalias de escaso valor. Creo que ésta es la mentalidad y la visión de Francisco, cuyo acceso al pontificado supone una esperanza de regeneración eclesial que millones de personas compartimos.

La herencia de Francisco es, desde luego, muy onerosa. Está llena de cargas y deudas. El la ha aceptado con la sencilla alegría de un párroco de pueblo que, al llegar al templo que se le encomienda, percibe inmediatamente el olor a rancio y se pone a abrir puertas y ventanas y a planear una concienzuda limpieza. El templo tiene goteras y las imágenes están descoloridas y polvorientas. Pero el nuevo párroco ni se amilana ni se entristece. Ha recibido, con su vocación, el encargo no meramente de velar por muros y altares, sino de administrar el mensaje de lo inefable, aquello que de ningún modo puede comunicarse mediante el poder, la autosuficiencia y la vanidad.

*Ramón Punset es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo