La historia del «ángel rubio» es un acerico en el que se han pinchado todos los prejuicios de la policía, del periodismo y de nuestra cabeza lectora y espectadora, donde aún están enchufadas esas sinapsis equivocadas destinadas a facilitar la rapidez de la respuesta, sin tener los datos para un juicio. En un campamento romaní en Grecia apareció María, una niña rubia y de ojos claros, que tenía por padres a dos gitanos morenos de verde luna que la hacían mendigar. El ADN determinó que no eran los padres biológicos.

Días después, el análisis de ADN determinó que los padres eran gitanos búlgaros altos y rubios como la cerveza a los que, a continuación, se implicó en el presunto delito de venta de bebés, como a los otros en el de secuestro.

De las últimas incidencias, si hubo dinero de por medio o no, quizá nunca sepamos la verdad. Sabemos que si la niña hubiera sido aceitunada, si no hubiera tenido una apariencia escandinava nunca se habría investigado su procedencia. Pese a que procede de una zona en la que históricamente han hecho la guerra y el amor tantos pueblos movedizos del norte, del sur y del este, salió del anaquel el viejo cuento de los zíngaros que se llevan al niñito príncipe en su carromato, despojándolo de su destino. Esa leyenda ya está recogida en «La Gitanilla», de Cervantes, donde la protagonista resulta ser de origen aristocrático, raptada en la cuna por gitanos.

El último de los prejuicios permite el negocio: un «ángel rubio» recauda más que un mocoso moreno que produce menos empatía, menos piedad, menos dinero, menos oportunidades de vivir.

Seguramente, el futuro del «ángel rubio» (ángel y rubio, ummmm) quedará en nada porque no es ilegal vivir en la miseria, sea genética o adoptiva. Y eso casi hay que agradecerlo. Así no se puede exterminar la miseria, aunque sí se pueda expulsar a los gitanos, como en Francia, o multar a los mendigos como en Madrid.