Si algo está teniendo de ridículo la crisis es el bombardeo de imágenes de protestas festivas a ritmo de batucada. Eh, yo encantadísimo de que la gente salga a la calle a exigir sus legítimos derechos y a reclamar lo que considera que es suyo pero, no sé, quizás yo resulte demasiado old school para estas cosas, pero me parece que abandonar la cara de perro para ponerse a cantar lemas supuestamente graciosos portando unas camisetas y pancartas que también persiguen la risa torcida termina siendo contraproducente. El poder, el sistema, sí que se ríe al comprobar cómo este concepto ha convertido las manifestaciones en una nueva forma de entretenimiento, sin más.

Igual que los ingleses, tan listos siempre ellos, hicieron el Speaker´s Corner en Hyde Park para que la gente se desfogara sin problemas; igual que los que detentan el planeta están encantados con que todos vociferemos nuestros malos rollos en las redes sociales (también nos sirve a nosotros: unas pocas líneas y nos quedamos tan a gusto, con la conciencia tranquila y la ilusión de que seamos trending topic o le den a 2.000 me gusta y, quién sabe, cambiar algunos pareceres en el proceso).

«¿Cuál es la alternativa? ¿Hacer un cóctel molotov y pasar a la violencia física?», me cuestionaron el otro día cuando comenté al aire lo que le acabo de exponer a usted. No, claro que no; pero tampoco confundamos iniciativas pacíficas con festivas, la no violencia con el rollo seudobeatífico de llevar flores a los soldados o cualquier lirismo apto para la primera plana de un periódico progresista. Si usted cree que con una sonrisa y una canción pegadiza, inofensiva, va a conseguir arrancar algo de un gobernante, le deseo muchísima suerte. Aunque, ya le digo, en mi libro de Políticas a la cosa ésta se la llamaba «lucha de clases»; quizás la evolución actual la haya convertido en «fiesta de clases», y no me haya enterado, que también es posible. Eso explicaría que nuestras calles hayan devenido sambódromos para las reclamaciones laborales.

La batucada, según algunos estudiosos de la cosa brasileira, es una derivación de la samba, y, qué curioso, yo todavía recuerdo aquel sketch en que Emilio Aragón se disfrazaba de dictador militar y le profería a su pueblo adormecido una frase a modo de mantra: «Menos samba e mais trabalhar».

Quizás los pancartistas de estos días no captaran del todo bien el mensaje del gag. O quizás, lo más seguro, es que la gente ya no conciba hacer nada sin divertirse. Piénselo, ¿ha hecho usted últimamente algo, voluntariamente, sin obligaciones de por medio, que no fuera divertido? Perdonen que me ponga muy Débord, pero la verdad es que la cultura del entertainment ha conseguido que el máximo objetivo de nuestras vidas sea buscarle el lado divertido y entretenido hasta al hecho de estar a punto de perder tu trabajo.

Y buscarle el lado noticiable, audiovisual: ya se sabe que hay que llamar la atención para salir en el telediario. Pero de ahí a hacer el panoli para que te hagan caso, de ahí a desnudarte para un calendario con que exigir que se mantengan los puestos de trabajo con frases como «La empresa nos deja en pelotas» media un simple salto, un brinquito, el que va de la lucha digna y necesaria al show que contenta a las cúspides.