Como en toda cuestión de vida o muerte, el aborto lo es, yo me decanto por la vida. Por supuesto, que estoy a favor. A favor de la píldora anticonceptiva, del diafragma, del preservativo femenino y masculino y de todos esos muchísimos métodos que impiden desembocar en esa situación tan dramática que impele a la mujer e incluso a la niña a abortar; una experiencia traumática que, en cualquier memoria femenina, pesa, duele y atormenta como un estigma, del que, a veces, es imposible recuperarse.

Sé que hay muchos medios para evitar el embarazo. Ahora sí porque, como docente, he acompañado a mis alumnos y alumnas a numerosas charlas de orientación sexual, en las que, de camino, me he enterado a buenas horas de cosas de las que no tenía la más remota idea.

Yo me eduqué en un colegio religioso donde la desinformación era la norma con respecto a cualquier tema sobre la reproducción, tanto que en el temario de biología, las lecciones relativas nos eran obviadas y censuradas. El resultado de tamaña ignorancia fue, obviamente, que al término de COU, muchas de mis compañeras de promoción se casaran de penalty.

Con ocasión, sobre todo, de la Navidad, me reúno con algunas de esas antiguas compañeras y, entre otras cosas, me hablan de aquellos hijos del birlibirloque, que ahora se llamarían «hijos no deseados» y lo hacen, sin embargo, con orgullo y alegría. Si la vida las ha marcado con sufrimientos no ha sido precisamente por su temprana experiencia maternal. La que quiso seguir estudiando lo hizo con su hijo entre los brazos y la que no, no lo hizo no por causa del hijo, sino por falta de ganas más que nada.

Me parece sonrojante y bochornoso que ahora se hable de «los hijos no deseados» como una tremenda desgracia «a evitar». Si en este mundo, sólo subsistiesen los hijos verdaderamente deseados, quedarían cuatro gatos. Quien más y quien menos, le debe la vida a un polvo ni siquiera glorioso sino tal vez más bien marrullero en el momento más inoportuno. Y, aunque, haya días nefastos con sus malísimos momentos en los que uno se pregunta por qué coño lo han tenido que traer a este mundo, luego vienen otras mañanas sonrientes de plena luz que entran a raudales por las ventanas como una promesa y te sientes tan feliz que no te haces más preguntas.

Sientes sólo, como dijo Jorge Guillén, la plenitud de las doce en el reloj y que, de alguna manera, el mundo está bien hecho.

El aborto es, en fin, la negación de todo esto, del momento dichoso que puede existir en la vida del hijo menos deseado, de la criatura más misérrima. Es la muerte absoluta, la absoluta nada.

Y escucho, no obstante, insaciablemente en estos días que es un derecho conquistado por la mujer, un auténtico logro del feminismo. Si no supiese cómo funcionan estas cosas, podría darle algún crédito al asunto, pero lo sé sobre todo entre las menores que son carne de aborto con frecuencia, precisamente por ser víctimas de un machismo exacerbado e incomprensible ya a estas alturas del siglo XXI. Niñas que entregan su cuerpo, ciegas de amor o de alcohol, a un capullín que se niega a ponerse el condón por restarle así placer a su estimado capullo y les importa del todo un pijo que la chica, «la guarra», según sus estimaciones de macho cabrío, cometa a la postre una agresión contra su cuerpo - qué más da, si no es el suyo- y se quede traumatizada para el resto de sus días.

Para mí, desde luego, el feminismo es otra cosa. Sería enseñarles a las niñas a decirles no a tales tipejos o acaso a decirles que nunca sin condón y, por supuesto, a impedirles que les levanten jamás la mano, que se viene haciendo hábito habitual entre adolescentes en nuestros días.

El aborto, me perdonen, no me parece un progreso sino un regreso a nuestras épocas más oscuras, un síntoma de ignorancia que desprecia los avances de una sociedad que ya debería ser más igualitaria y civilizada. No hay razón para estar a favor ni en contra, pues no hay razón para que ni siquiera exista a estas alturas. Por más que continúen sus prácticas, pues se ponga Gallardón como se ponga, siempre habrá clínicas clandestinas en la misma España que se lucren a cuenta de las mujeres desesperadas y encima pasen por grandes defensores de la «causa» a costa de llenarse los bolsillos.

Si ésta es la nueva gran cruzada de la izquierda, yo voy a decir que la izquierda es otra cosa, le pese a quien le pese. Aunque me llegue a pesar a mí, que será lo más seguro.

Non serviam; ésa es mi izquierda, ésa es mi causa; quien quiera entenderme, que me entienda.