Va ser el año de la I Guerra Mundial, que mejor sería denominar como II Guerra de los Treinta Años, englobando la que desataron Hitler y Stalin. Y va a ser un año de recuerdos de ese terrible conflicto, salvo que estalle otro aún más gordo. Ya lo dijo Einstein, no sabemos con qué armas se batirán en la III Guerra Mundial, pero la cuarta seguro, seguro, seguro que se hará con palos y piedras. La advertencia está hecha.

La I Guerra Mundial -o, insisto, mejor hablar de la II Guerra de los Treinta Años: la primera fue de 1616 a 1648- estalló un siglo después del Congreso de Viena y de nuevo con esa gran capital como centro siquiera moral. O inmoral, ustedes deciden.

Durante cuatro años murieron de media 6.000 soldados al día y el resultado geopolítico fue la liquidación de cuatro imperios: el austro-húngaro, el alemán, el ruso y el otomano. Casi nada. Por cierto, en la I Guerra de los Treinta Años la víctima fue el imperio español.

El triunfador en 1918 fue EEUU, que sólo al final se incorporó al conflicto, aunque los conspiranoicos sostienen que la FED se fundó sólo unos meses antes para financiar la contienda. Vamos, para desatarla.

Los imperios carcas, que habían salido del divertido Congreso de Viena para frenar la Revolución Francesa, mordieron el polvo una centuria después, pero no ya ante sans-culottes, sino humillados por liberales ilustrados.

Bien mirado, el fuego ya estaba bien atizado porque la Viena de inicios del siglo XX era la ciudad de Von Mises, Zweig, Wittgenstein, Freud, Schönberg, Berg, Lang o Klimt. Las armas sólo derrumbaron lo que las letras habían horadado.

La declaración de guerra fue el 28 julio -el mismo día que, muchos años antes, muriera Bach-, pero la paz no pasó del espejismo: de aquellas cenizas salieron el imperio soviético y el III Reich.

Pero fuera temores: en un año tendremos acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Unión Europea.