Ahora que los políticos acaban de descubrir la importancia del relato, la Navidad se ha quedado sin él. Lo decimos porque cada año vemos en las casas menos nacimientos y más árboles. El árbol de Navidad es muy cómodo. Los hay de plástico, con varillas telescópicas, de las que no tienes más tirar para tenerlo instalado en un periquete (qué rayos significará periquete). Te sirve de una año para otro y admite que le cuelgues cualquier cosa, incluso un sacacorchos. Pero carece de relato. Te pregunta tu hijo que significa el árbol de Navidad y te quedas mudo porque no tienes ni idea. Lo hemos aceptado de forma acrítica, sin conocer su historia, que no voy a perpetrar el crimen de relatarla aquí. Está la Wikipedia. Ahora bien, les aseguro que incluso después de haber leído el artículo correspondiente, se queda uno opaco. Esperaba algo más. Una leyenda que no te conmueva hasta el tuétano es una leyenda sin alma. Por cierto, que, según algunos, el árbol de Navidad viene de Alemania, o sea, del mismo sitio del que llegan las órdenes de Merkel. Se trata de una coincidencia algo siniestra.

El relato, decíamos. Tú ves un nacimiento y viene a ser como leer una novela. Ahí está el río, la estrella, los pastores, Herodes, los niños decapitados, el portal de Belén, San José, la Virgen, el niño€ Un nacimiento es de una riqueza narrativa que le pone a uno los pelos de punta. Incluso aunque no te hayan contado la historia, la puedes deducir de cada uno de sus ingredientes. Pero a ti te ponen frente a un árbol de navidad para que te inventes un cuento y no se te ocurre nada.

-No sé, un árbol con bolas€

-Sí, pero qué le pasa a ese árbol.

-Pues que está lleno de tumores brillantes.

-¿Malignos o benignos?

-Habría que analizarlos.

Eso sí, sacar el nacimiento es un incordio y, volverlo a guardar, dos incordios. Pero son incordios que forman parte del relato. Una sociedad sin relato, sin relatos, es una sociedad medio ciega y medio sorda, lista para ser ocupada por los bárbaros del norte. Y en esas, en esas precisamente, estamos.