Gente de libro. Esa que huele a tinta y siempre tiene una palabra en la punta de los dedos. Y en el aire de la voz que la habita, le da la vuelta o la transforma en un arma cargada de pasado o de futuro. Conozco a mucha. Pertenezco a su estirpe. Su veneno también es mi ADN. Y de entre todas las que viven de la palabra, la que se dedica a editar es la que más misterio y admiración despierta en mi afecto. Su vocación es un generoso amor a la literatura. Y, en estos tiempos del onanismo económico y su adicción a eliminar la cultura que no genere dinero, un valiente acto de resistencia y de riesgo. Sobre todo si son editores que se dedican a la búsqueda de nuevos escritores con talento. Desobedientes, audaces, enfants terribles, eruditos, diferentes. Con una mirada y un lenguaje intransferibles. El viejo sueño del editor que igualmente aspira a publicar a un consagrado autor sin traducir en su país de papel, sin dejar pasar la madurez de aquel otro con una trayectoria de calidad. Aunque el ranking de ventas lo encabece ingenieros comerciales, sin mucho bagaje de lector exigido y exigente, directivos de laboratorios de best sellers para viajes de largos recorridos, tumbonas de playa, insomnios y aburrimientos de alcoba y sobremesas de peluquería, aún existen los románticos editores de literatura. Unos son pequeños e independientes y sobreviven con cuidadas colecciones de excelentes obras rescatadas, sin tener que negociar anticipos ni derechos de descendientes. Y están también los que siguen empeñados, libro a libro, en poner entre las manos de los escasos lectores con paladar la literatura que se hace y se distingue. La mayoría se ha curtido en esta empresa desde abajo. Otros fueron el sueño de una juventud emprendedora. Todos se trabajan el prestigio de sus fondos, resisten con ilusión en un mercado en crisis y aprendieron sin duda del buen trabajo de los maestros. Carlos Barral, Jorge Herralde, Esther Tusquets, Beatriz de Moura, Pere Gimferrer, Juan Cruz, Enrique Murillo.

Mario Muchnick también es uno de ellos. Argentino exiliado en los setenta de Barcelona y después en un piso de la madrileña Castellana. Culto anfitrión de Susang Sontag, Isaiah Berlín, Elías Canetti, Javier Reverte y del gato grande Cortázar que, en cada encuentro, le contaba sobre la ciudad inexistente que iba construyendo sueño a sueño. Comidas y cenas para discutir un libro, su título, la tirada, el adelanto. Los escritores y su editor, personajes de una atmósfera psicológica de Rembrandt o de Cézanne. Recuerdos barrocos e impresionistas que cuenta Muchnick con humor elegante -simbolizado por los eternos tirantes con los que sujeta el peso amargo de la tristeza cansada (las pocas veces que he estrechado su mano esa era su indumentaria y su gesto)- en el quinto volumen de sus memorias, Ajuste de cuentos. Un libro en el que este editor, que lo fue de Seix, de Anaya y de su propio taller literario, recuerda que digirió el dolor de haber perdido el sello que creó con su padre frente a un sándwich y una cerveza en la soledad de un bar. En sus páginas, deshace muchas sombras de su oficio y de su vida; explica por qué apostó por el realismo desengañado de Isaac Montero -un escritor comprometido y crítico injustamente olvidado-; escribe acerca de otros muchos novelistas y títulos, de amigos, de otros editores de raza como Kurt Wolff y André Schifrrin que también hizo terrible memoria de la vocación en El dinero y las palabras. No podían faltar los pasajes dedicados a los fracasos y a sus batallas, al amor cómplice con Nicole, su mujer. Ni ese final en el que Mario Muchnick afirma que hace cinco años lo arruinó la enfermedad contra la que invirtió el dinero para continuar siendo editor. Por eso, ahora, a sus ochenta años, hace memoria y busca trabajo.

Es difícil cerrar Ajuste de cuentos, publicado por el Aleph, sin pensar en otras vidas de editor que acaban de publicarse. Llamésmosla Random House. Memorias de Bennet Cerf, editor de Joyce y de Faulkner entre otros. En Aguilar. Historia de una editorial y en Editorial Gustavo Gili, a las que algunas generaciones les debemos la colección Obras Eternas y el Diccionario María Casares. Las palabras de Muchnick evocan el recuerdo en ruina de los últimos años del escritor Sandor Marai, de su éxito en la Europa de entreguerras al suicidio en San Diego, viudo, sin dinero, con pólvora en los dedos. El de Gironella y su viaje descendente del Premio Nacional de Literatura a la penuria, la enfermedad y la penumbra. Lo mismo que las privaciones de Celaya y del gran Galdós, ciego y entre deudas.

Trabajar a los ochenta pide el editor. Tal vez desconozca el informe que certifica con datos, esta misma semana, que en España no se contrata a nadie por encima de los treinta y cinco años. Cualquier demanda laboral rehúsa la experiencia, la madurez, el talento. Igual que esta sociedad empuja a no pensar. No es extraño, como ha dicho Emilio Lledó estos días de consumo y verdes espejismos políticos, que exista una grave crisis de inteligencia. Mi admiración por uno de los pocos intelectuales insumisos que nos quedan, al igual que por los editores con vocación literaria, me llevan a pedir, a la magia de esta noche, un año de palabras que nos defiendan. Libres, sabias, valientes. Sin náuseas ni acompañadas de verbos que no terminan en nada. Palabras quiero que, desde la memoria y la vida, me empujen hacia delante. A la aventura de lo que pienso e imagino a contrapelo de la realidad en quiebra. Y también que sigan existiendo los editores de buena literatura que hacen de nosotros gente de libro.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com