En los años setenta del siglo pasado se rodaron diversas películas que desmitificaban la conquista del Oeste, heroica de la mano de maestros como John Ford. Largometrajes como Pequeño gran hombre, de Arthur Penn, con Dustin Hoffman como protagonista, o la aguerrida Soldado azul, que denunciaba el comportamiento asesino y racista de la caballería norteamericana, supusieron el primer contrapunto realista al cine que presentaba a los conquistadores como buenos y a los indígenas americanos como elementos superfluos, simples entorpecedores del progreso.

Un hombre llamado Caballo, con el gran actor británico Richard Harris, recorría aquellos senderos de glorificación de las culturas indígenas. La escena culminante llega cuando Harris es izado sin más sujeción que unas garras de oso atravesadas en la piel de su pecho desnudo, ceremonia iniciática que le convertía en miembro de la tribu. Sin embargo, había una escena más atroz: aquella en la que una viuda de un guerrero, ya anciana, decide irse a morir sola al bosque para evitar convertirse en un estorbo para la tribu. Darwinismo extremo en tiempos de dura lucha por la supervivencia contra la naturaleza y contra la avaricia infinita del hombre blanco.

En Zaragoza, un hombre llamado Luis Huertas Castel decidió hace cinco años seguir la estela de la viuda del guerrero, apartarse de su familia, irse a vivir a la tubería de un colector y pasar allí el resto de su vida. Acaba de fallecer. Para el sistema, quizás su comportamiento haya sido ejemplar. Se ha ido sin poner en peligro la estabilidad del sistema de pensiones, sin amenazar las cuentas de la sanidad pública, sin molestar al vecindario, sin convertirse en un lastre para el bienestar colectivo. Ha muerto un héroe anónimo de la Contabilidad Nacional, un espartano de la inflación, un estajanovista de la austeridad.

Por suerte, parece que el Parlamento Europeo se ha decidido a tomar cartas en el asunto y va a investigar el desamparo masivo causado por las políticas económicas recetadas por los grandes sabios de la economía. Nadie sabe cómo van a ser los estudios, si los técnicos encargados se encerrarán en sesudas bibliotecas con potentes ordenadores y rápidas conexiones a internet, o si por el contrario pisarán la tierra firme de los dramas y la penuria y la desesperación. En la película de Richard Harris, la anciana viuda se sacrificaba consciente de evitar así que la tribu corriese peligro. En Zaragoza, en miles de pueblos y ciudades de Occidente, hay gente pasando hambre y frío para que aumente la desigualdad y para que los multimillonarios sean cada vez más ricos. Las élites se han salido con la suya. En las puertas de sus mansiones han colgado el consabido cartelito: «Por favor, no molestar». En eso estamos.

*Enrique Benítez es parlamentario andaluz del PSOE