Hacia 1925, un médico que no era médico patentó en Nueva York un invento que llamó «Radithor» y que consistía en un compuesto de sales de radio disueltas en agua destilada. Por aquella época la radiactividad no tenía ninguna connotación negativa, sino más bien todo lo contrario, así que el «Radithor», según su inventor, podía curar la debilidad y el agotamiento -y también la jaqueca y el estreñimiento y la astenia primaveral-, porque era una cura infalible «para los muertos vivientes». Un millonario llamado Eben Byers -que era también atleta y llevaba una activa vida social- se creyó la publicidad del «Radithor» y empezó a consumirlo a un ritmo endiablado (espero que ni Belén Esteban ni Mario Vaquerizo lean esto, no vaya a ser que empiecen a consumir grandes cantidades de un equivalente moderno del «Radithor»). En 1932, el buen Byers había consumido 1.400 botellas de ese compuesto radiactivo y empezaba a sufrir los síntomas de una intoxicación masiva. Un día se le cayó la mandíbula. Poco después murió. El «Radithor» dejó de comercializarse, pero por entonces su inventor ya había ganado una fortuna. En los años de la Segunda Guerra Mundial, el inventor del «Radithor» fue uno de los máximos directivos de IBM.

Me he acordado del inventor del «Radithor» -y también del coronel indio Dinshah P. Ghadiali, que ganó una fortuna vendiendo el «espectrocromo», un aparato que decía curar por medio de ondas de colores, cuando he leído todas las ventajas que se nos anuncian para el día en que podamos comprarnos unas gafas inteligentes, o Google Glass, ya que parece que queda mucho mejor decirlo en inglés. Por lo que he leído, esas gafas nos permitirán tomar fotos de cualquier cosa que se halle ante nosotros, y no sólo eso, sino que podremos darles órdenes verbales, así que bastará que les digamos, por ejemplo, «OK, gafas, grabad un vídeo», para que ellas, tan inteligentes, tan dóciles, tan sumisas, nos obedezcan y graben un vídeo (o nos busquen una dirección en el GPS, o envíen un mensaje a alguien, o hagan una llamada). Sí, puede parecer útil, y de hecho ya hay quien dice que los médicos podrán consultar radiografías o incluso podrán dirigir una operación a distancia a través de las Google Glass -espero no tener que ser uno de los pacientes con los que se experimenten estas innovaciones-, pero me pregunto si no habrá mucho de tontería y de embeleco en toda esta parafernalia tecnológica que se nos está vendiendo. Y también me pregunto, dado que he sido educado en un mundo en el que todavía se le concedía valor a la intimidad personal, si vale la pena vivir rodeado de simpáticos portadores de Google Glass que estén en condiciones de fotografiarnos o de grabarnos mientras hablamos o hacemos un negocio (o el amor, dicho sea de paso). Porque ahora vivimos rodeados de cámaras y de teléfonos que son también cámaras, y eso ya es bastante molesto, pero no quiero ni pensar en el día en que cualquiera que tengamos delante pueda grabarnos sin que nos demos cuenta, por diversión o por capricho, o peor aún, para obtener información confidencial que se pueda manipular o usar en nuestra contra.

Yo no sé si nos damos cuenta de las posibilidades perversas que está creando esa tecnología supuestamente inteligente que pretende hacernos la vida más fácil. Hace años había mucha gente que se ganaba la vida recopilando información y redactando enciclopedias y libros de consulta, pero desde que apareció la Wikipedia un voluntarioso ejército de redactores anónimos se ha encargado de hacerlo, sólo que gratis, con lo que se han ido al garete miles de puestos de trabajo. Incluso el porno era antes una actividad remunerada, que ahora ejercen gratuitamente miles de aficionados o de friquies que cuelgan sus imágenes en la red. Y en el mundo de las gafas inteligentes, miles de personas harán gratuitamente de soplón y de espía y de policía aficionado, grabando escenas y conversaciones que nadie sabe qué destino podrán tener ni quién podrá usar a su antojo. Puede que ese mundo feliz de la tecnología inteligente nos haga la vida más fácil, pero será una vida sin duda inquietante y sometida a un control permanente, y desde luego no será una vida libre, al menos como lo era en los tiempos de los locuaces embaucadores que inventaron el «Radithon».