Poco a poco lo ha conseguido. Como uno de esos potingues que las mujeres te tratan de imponer a partir de los treinta y que no sirven para nada hasta que un buen día descubres que su efecto sigue siendo nulo, pero que, no obstante, te hacen sentir más limpio y más ufano, casi espiritual. La crisis ha sido un ungüento de lujo para la monarquía. Especialmente, en términos de espectáculo. Del infantilismo mediático que les embargaba y el sopor de cada una de sus intervenciones han pasado a representar un género radicalmente nuestro e incomprensible para los de fuera, como las películas de Pajares y Esteso o la voz de Norma Duval. Los borbones se han hecho divertidos, hasta el punto de ameritar por sí mismos un reality show. En la hora incierta en la que los garbanzos le echan la soga a la tarde y te susurran que sea lo que sea lo que te propones nunca serás capaz, no estaría de mal poner la tele y ver como el rey y Urdangarín se miran en silencio mientras las mujeres parlotean entre risas nerviosas y las croquetas se fosilizan en el plato. «Dile a tu marido que si quiere sopa». Tensión narrativa. Ahí lo tienen. Comezón. Desde niño me ha fascinado observar a los seres que se presentan a lo divino enredados en asuntos cotidianos. Abrigo secretamente el deseo de arrojar a los dioses al fango e imaginar a prohombres de alto copete en situaciones íntimas y sucias, que son conceptos que en el hombre rara vez se dan en paralelo. Sueño con Wittgenstein pidiendo a su hermana que le pase la sal, con Rafa Nadal fumando en la ventana de un sexto piso y hasta con Buda en calcetines de ejecutivo viendo el debate de TVE 24 horas en la tele de una habitación de hotel. Y aun así no necesariamente la vida resulta más simpática. Ni los monarcas, que deberían plantearse muy en serio entregarse a manos llenas a la humanización. Sólo de ese modo tendrían una oportunidad de salir de la mayor crisis que atraviesa la corona desde los tiempos de Ortega y Gasset. La gente, en esta época tan devastadoramente pegada al asfalto, empieza a estar harta de semidioses y pide un poco de acción. Oponerse de manera entusiasta a la monarquía ya es lo políticamente correcto, incluso en aquellos que hasta que estalló la burbuja compraban el Hola y grababan en el viejo VHS el discurso de Navidad. España está vieja y se cansa de medievalismos. Prefiere a Belén Esteban. Para cuándo las albóndigas del infante Froilán.