No sabes cuánto se tarda. Si viajas siempre con chófer, si no te planteas cuánto te puede cobrar el taxi porque acostumbras a llamar uno cuando lo necesitas, no estás en el mundo real. En el mundo sí, pero no en el mundo de quien lleva el taxi, por poner un ejemplo.

Si hace demasiado que no corres tras el autobús ni esperas, como un cetáceo varado en la parada, a que llegue el próximo, siempre tarde. Si no sabes cuánto cuesta el menú del bar que hay junto al trabajo, o si nunca has estado en paro ni has tenido que bajar a comprar una barra de pan, cuyo precio no has preguntado jamás. Si te cuidan siempre los hijos, si nunca te has quedado las vacaciones en casa, si no sabes cuánto pagas de hipoteca ni te importaba que te multasen antes del carné por puntos, o si te quitaban las multas que tampoco te ponían porque, volvemos al principio, casi siempre viajas con chófer. Si te pasan están cosas y no te pasan las cotidianas que a todos nos pasan, no estás, aunque estés.

Se debe de adquirir cierta indolencia ante la falta de ese desgaste que produce lo cotidiano, lo doméstico; cierta impavidez frente al miedo de perder un tiempo de vida lavando platos. Todos conocemos a alguien que nunca comprendió aquel anuncio de lavavajillas en la televisión: «¿Sabes que te pasas media vida fregando platos?»€

Entre un perro callejero y uno de raza, adiestrado y cuidado para ganar concursos con el pedigrí en la boca, hay una diferencia no sólo de pelaje sino de comportamiento. No por eso uno es mejor animal que el otro. Ambos responden a sus circunstancias, en un cóctel de adaptación y genética que les define hasta en la manera de ladrar. Uno sabrá sortear mejor la fatalidad, probablemente, sobrevivir en condiciones adversas que no le dejarán parado ante los faros de un coche que viene a toda velocidad. Un perrillo callejero deja a veces hasta de ladrar para no recibir nunca más una patada, para no ser descubierto cuando se esconde de la lluvia, para no molestar al vagabundo junto al que se acurruca para recibir, dar, algo de calor y exorcizar la soledad que no necesitan definir para sentir en sus carnes. Un perro de raza creerá estar cazando un conejo abatido por su amo antes de ser mordido por una enorme rata de cloaca, o bailará a dos patas ante el perrero esperando el aplauso antes de que el lazo le rodee el cuello sin miramientos.

La infanta Cristina, a quien es fácil no desearle ningún mal, tiene el martirio del lazo anudado en la mirada. No parecen quedarle ganas de bailar socialmente su rol Real, que siempre fue algo irreal en un mundo donde casi los Reyes Magos ya no existen, cada vez más sólo Magos de Oriente.

La infanta Cristina quizá empieza a ver autobuses por todas partes. No siempre es fácil juzgar sin prejuicios un comportamiento como el suyo. No hay que ensañarse. Pero no censurar lo que se hace mal supone agraviar a quienes sí se desviven por los demás y poco por sí mismos. Así que€