La economía se parece a veces a una de esas escenas cinematográficas de incendios donde los vecinos organizan una cadena de calderos de agua para llegar a apagar las llamas. Aunque pasa por muchas manos hasta llegar a su destino final, el agua proviene siempre de la misma fuente. Es lo que está pasando, por ejemplo, con la reducción de la deuda externa española, que en 2013 retrocedió al nivel más bajo de la crisis.

Ese retroceso, según los expertos, es un buen indicador de que en algo vamos digiriendo la congestión que nos causó la mayor crisis de los últimos 70 años. Ahora mismo la deuda externa supone el 163% del PIB, pero hace año y medio lo que España debía a los bancos extranjeros ascendía al 171% del Producto Interior Bruto. Así, cerramos 2013 con el primer superávit exterior desde que existe el euro. Y eso es porque nuestros bancos están devolviendo el dinero que pidieron prestado para financiar el boom económico español y, al tiempo, porque avanzan las exportaciones, se limitan las importaciones por el parón del consumo y, además, hemos tenido un buen año turístico, hicimos caja con los «guiris».

La balanza de pagos está a nuestro favor en parte porque los bancos, que concentran la mitad del dinero que debemos al extranjero, están empezando a pagar sus deudas. Se están desapalancando, que se dice. Con respecto a septiembre de 2012 ya han devuelto 60.800 millones que habían pedido a instituciones financieras de otros países, además de otros 131.000 millones que el Banco de España ha recortado en su posición deudora con respecto al BCE.

Pero toda esa liquidez que estamos acarreando al extranjero para apagar el fuego de la deuda que consumía nuestra economía se traduce en que, al mismo tiempo, de tanto trasvasar, se ha secado la fuente del crédito a las familias y a las empresas. Compañías y particulares quedan así sedientos de crédito. Ni agua les dan. Es el fenómeno inverso al que infló la burbuja inmobiliaria y de consumo que dominó los años del crecimiento. En aquella época, familias y compañías eran el objetivo sobre el que la banca echaba calderadas de dinero prestado para alimentar su sed de urbanizaciones, pisos, vacaciones y productos imprescindibles para lo muy ricos que éramos. Nadie parecía darse cuenta de que aquel líquido, aquella liquidez, en vez de agua, era gasolina para el incendio que vino después.