­­­La conocí no hace mucho tiempo en Benalmádena, durante un acto institucional que Doña Cristina de Borbón y Grecia presidía. Fue en honor de Cudeca, esa institución mil veces admirable, dedicada a cuidar enfermos terminales de cáncer. Pude saludar a la infanta. Era amable y distante, en las justas medidas. También a doña Joan Hunt, la prodigiosa fundadora de Cudeca. Ninguna de las dos podrían negar su ascendencia británica. Doña Cristina me recordaba siempre a su bisabuela inglesa, la reina Victoria Eugenia de Battenberg, la esposa de Don Alfonso XIII, nieta de la reina Victoria. La soberana británica quiso que llevara su nombre. El segundo, Eugenia, lo recibió en recuerdo de Doña Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia. Hay un hermoso retrato de doña Victoria Eugenia, obra de Joaquín Sorolla, ataviada con mantilla española. En él aquella gran Reina nos recuerda a su futura bisnieta, la infanta Cristina.

La segunda vez que vi a la infanta fue el pasado 6 de diciembre, en Ginebra, en la rue des Granges. La calle de los Graneros, por los hórreos que allí se levantaban en épocas ya muy lejanas. Hacía tiempo que le había prometido a mi mujer una visita a la iglesia medieval de Saint-Germain, una de las joyas del barrio antiguo de Ginebra. Ciudad que vamos explorando poco a poco y conociendo mejor, ya que allí viven nuestros nietos. Estábamos junto a la entrada del templo medieval. Le leía a ella los párrafos que la guía Michelin - la verde, no la roja, dedicada a restaurantes y hoteles - le concede a este monumento. No tan conocido como otros en Ginebra y, por ello, un lugar de recogimiento y de silencio. Observé que mi mujer había dejado de escucharme. Algo estaba ocurriendo en la calle, muy cerca de nosotros. Y ese algo se había apoderado de su atención.

Un reluciente vehículo de todo terreno había parado junto a la puerta de la casa de enfrente. Una señora, joven, discretamente elegante, estaba bajando del coche. Se dirigió al portón de la casa y pulsó un código de acceso. La puerta se abrió. Era la infanta Cristina. Y obviamente abría la puerta que daba acceso a su hogar. Desde un segundo coche, también un todo terreno, algo más ajado, el personal español de seguridad nos miraba atentamente. Al fin y al cabo éramos las únicas personas en aquella calle, la rue des Granges, azotada por las ráfagas de viento helado que soplaban desde el lago Leman.

Una vez visitada la iglesia y su altar del siglo V, rescatado del antiguo santuario que allí se levantaba, seguimos nuestro camino. A unos pocos metros de allí, en el 28 de la Grand´Rue, nos paramos para ofrecer nuestros respetos a la casa en la que vivió el maestro Jorge Luis Borges. Como siempre, nos emocionamos leyendo sus hermosas palabras, cinceladas en una lápida y traducidas al francés por las autoridades ginebrinas: «De todas las ciudades del mundo, de todas las íntimas patrias que un hombre intenta merecer a través de sus viajes, es Ginebra la más propicia para la felicidad».