Vaya por delante mi total rechazo de la violencia para el logro de cualquier fin político que no sea el de hacer frente a una situación de opresión límite, a una tiranía.

Y también mi profunda repugnancia hacia cualquier nacionalismo que vaya más allá del natural apego al lugar donde a uno le haya tocado nacer, a su lengua y sus tradiciones, y se convierta en excluyente e insolidario.

Dicho esto, debo confesar que me resulta cada vez más difícil entender muchas de las cosas que están ocurriendo últimamente en mi país. Sobre todo la torpeza de algún juez y muchos políticos a la hora de enfrentarse a que ocurre lo mismo en Cataluña que en el País Vasco.

Se peca por acción u omisión. Pero en cualquiera de los dos casos se termina agravando la situación que supuestamente se trataba de solucionar. Y se aumenta la irritación, cuando no la ira de los periféricos hacia lo todo lo que venga de Madrid.

Así, se prohíbe una manifestación a favor supuestamente del acercamiento de los presos de la banda terrorista ETA convocada ciertamente por el sector más odioso del movimiento independentista vasco, pero se da lugar a un movimiento más amplio de solidaridad que lleva a los nacionalistas más moderados a convocar otra, que resulta más multitudinaria.

O en lo que se refiere a Cataluña, se recurre a la táctica de esconder la cabeza debajo del ala para no ver lo que allí sucede o bien se responde con el desdén a los intentos de algunos partidos de la oposición de buscar algún puente de entendimiento mientras en ese territorio se llega poco a poco al punto de ebullición.

A los políticos los pagamos todos para que administren y arreglen las cosas, y no para que las compliquen y contribuyan a empeorarlas con el aumento de la crispación social como consecuencia. Y eso último es lo que parece estar sucediendo.

Lo más grave de todo -y no hace falta ser vasco o catalán, sino tener un mínimo de empatía para comprenderlo- es que con cada día que pasa, todo lo que les llega a unos y otros desde el poder central debe de resultarles cada vez más antipático y lejano.

Una monarquía con la que muchos no se sienten apenas identificados y que comienza a hacer aguas porque nadie se ocupó de cantarle en su momento las verdades.

Un gobierno que llegó al poder con la promesa de combatir el desempleo y que no deja de esgrimir ante nuestras narices su mayoría absoluta para recortar los derechos de quienes protestan por las promesas incumplidas y el retroceso democrático.

Unos gobernantes que dejan decaer la sanidad pública, que era una de nuestras mejores marcas como nación, y que asisten indiferentes al fenómeno de que miles de jóvenes universitarios se vean obligados a emigrar en lugar de contribuir con su talento y su trabajo al desarrollo del país que financió sus estudios.

Unos políticos que se proclaman liberales en lo económico, pero que no dudan en recurrir al Estado y al dinero público cuando se trata de rescatar a la gran banca.

Y no es que en la periferia todo el monte sea orégano, sino todo lo contrario. Es que a quienes allí gobiernan siempre les será más fácil culpar de sus equivocaciones y fracasos a ese Madrid oficial que tantas veces sirve de coartada o pretexto.