Le observé durante toda la mañana de aquel 22 de diciembre de 2012. Él llegó a la Facultad de Ciencias de la Comunicación despreocupado. Se bajó torpemente del coche, lo normal para un señor de casi 85 años. Una edad casi obscena, dice. Yo estaba sentado en la terraza de la cafetería charlando precisamente de él, y llegó preguntando si era hora de un gintónic. Seguramente lo sería. Lo vi apocado, con una conversación trufada de referencias a la pesadumbre de la edad. No hay negación, la edad y los pesares caen a plomo en los adentros. De cara afuera, él sigue siendo la contraportada de todos los días, el dios nuestro de las mañanas. Pero él, dejándose llevar por lo mundano, nos hace creer que sobran días. La persona, un absoluto finito.

Poco más de un año después caminaba alrededor del Rectorado, cogido del brazo no sé si de Guillermo Busutil o de José Luis Garci. Del otro lado el bastón, símbolo provocado de la maleducada compañera que le persigue desde hace más de ocho décadas. Los pasos cortos pero seguros, los escalones subidos con dificultad, siempre con apoyos. Le reciben sus hijos legítimos: Teodoro León Gross, Juan Cruz, José Luis Garci, Ignacio Camacho y David Gistau, entre otros, que son los llamados a hablar bien del constructor de un claustro con miles de columnas. Los fotógrafos asedian al grupo para que se pongan firmes y posen.

«La felicidad es una ráfaga, como si alguien se hubiera dejado abiertas las puertas del paraíso», eso dice y se parapeta tras el escudo de su edad para seguir dejándonos boquiabiertos con su vida escrita. No hay ginebra en este mundo para que te brindemos.

Alcántara no está atado a la columna, Alcántara es la columna. Un atlante que sigue sosteniendo el peso de dos generaciones. Salud y ginebra.