El «paseíllo» ha existido siempre, y no me refiero a los tiempos recientes. El público que jaleaba los castigos en la plaza pública, con mujerucas haciendo calceta en la primera fila, es un antecedente remoto. El paseíllo, así entendido, es una forma de participación popular en el castigo. El problema estriba en que hoy las personas que hacen el paseíllo no son los condenados, sino meros imputados, y a veces simples testigos a los que se cita como tales por si acaso, en garantía de sus derechos. Este paseíllo, con las barreras para el público a los lados, se parece más bien a un encierro sanferminero, en el que los mozos hostigan al astado, pero sin riesgo de cornada. Como nunca lo he visto saludable para la buena educación de la gente sobre el funcionamiento de la justicia, tampoco puedo verlo ahora, aunque se trate de una infanta que debió haber sido llamada a declarar hace mucho.