La columna es una garita. Se mete uno dentro y dispara». La definición es del maestro Manuel Vicent, que pasó efímeramente por Málaga para dejar su estela salobre, mediterránea, su calma de hombre que mira al mar, su palabra definida y definitiva. Hablamos a veces Guillermo Busutil y yo de la trinchera, pero lo de la garita me parece más concluyente. Al fin y al cabo, el columnista está permanentemente de guardia, como nos explicó Julio Camba, que aparece siempre que se habla de columna periodística a condición de que quien hable de ella no sea un advenedizo que plagia y adula a quien le paga el gin-tonic de media tarde.

La columna es, desde la garita o desde la trinchera, un modo de escrutinio y una forma de hacer puntería sobre lo que, con más o menos fugacidad, afecta a la gente. Ahora miramos mucho hacia la cuesta que habrá de bajar o no la infanta Cristina, al fiscal aparentemente convertido en abogado defensor, a esas cosas que acaso no importan tanto como nos parece. Son asuntos que entretienen más que afectan, que producen la distracción necesaria para que la prestidigitación del poder vuelva a sacar de la chistera una nueva subida de las cotizaciones, otra congelación salarial, haga desaparecer algún derecho que creíamos conquistado. La infanta sube o baja la cuesta (para mí que la cuesta ya la bajó hace algún tiempo y eso ya no tiene arreglo) y lo convertimos en la prueba definitiva de la igualdad ante la ley de todos los españoles, en la ordalía (por usar una palabra muy umbraliana) irrebatible de que en España el estado de derecho funciona y la Constitución sirve para algo más que para calzar una mesa coja.

A mí, en realidad, me da igual que la infanta (etimológicamente «la que no puede hablar», aténganse al concepto) baje la cuesta o entre al juzgado por el garaje, oculta de la inquisitoria mirada de la cámara. Me afecta más el precio que alcanzan la luz y el agua, que son de origen divino pero cuestan ya lo mismo que los malos vicios. Pero aún así me asomo a la ventanilla de mi garita y trato de hacer blanco sobre lo que se mueve, con la munición reglamentaria de la ironía, el escepticismo y alguna metáfora que, si no suaviza, al menos da a la columna la claridad indeleble del estilo, esa huella dactilar que dejamos sobre las palabras, nuestras armas, las que finalmente nos delatan y nos condenan.