Érase un reino en el que las clases medias y bajas ni se querían ni tenían fe en el matrimonio.

-¿Defraudamos a Hacienda, cariño? -le preguntaba el esposo a la esposa.

-Que la defraude tu madre -respondía la esposa con acrimonia, signifique lo que signifique acrimonia.

Además de desatender los requerimientos de los maridos en orden a sus obligaciones fiscales, las mujeres rechazaban cualquier propuesta para que pagaran al servicio en dinero negro, para la adquisición de viviendas imposibles o para la creación de empresas pantalla con las que ocultar los ingresos de actividades delictivas. No amaban a sus esposos, no creían en los sagrados deberes del matrimonio, eran mala gente. Dios decidió acabar con ese reino a menos que alguien diera, en un plazo de tiempo razonable, con una mujer justa. He aquí que una de las hijas del Rey se había casado con un hombre normal y corriente, un defraudador del montón, un tipo un poco sinvergüenza, un caradura, un buscavidas que empezó a tentar a la infanta con clases de merengue.

-¿Y con qué las pagaremos? -preguntó ella.

-Tú firma aquí y aquí y olvídate de lo demás- le dijo él.

Y la infanta, que creía por encima de todo en el matrimonio, firmó los papeles del merengue junto a los de la reforma del palacio, alquilándose de paso a sí misma sus habitaciones. Luego, también por amor y en defensa del matrimonio tradicional comenzó a tirar de la tarjeta de crédito de la empresa fantasma de la que era propietaria, junto a su esposo, al 50%. Una empresa creada por amor, para reforzar los vínculos del sagrado matrimonio. Y hubo un despacho de abogados que, conociendo la amenaza de Dios, buscó a la hija del Rey y la localizó e hizo al Sumo Hacedor grandes elogios de ella. Y vio Yahvé que había al menos una mujer que creía en el amor y en el matrimonio y mantuvo su amenaza en suspenso y, colorín colorado, estamos hechos polvo.