Existe un momento de la tarde, justo cuando se ensamblan los postigos y la luz empieza a pervertirse, en los que el hombre siente el espíritu especialmente cargado. Diríamos que en un tono insufrible e incluso francés. Es entonces cuando salen las frases más largas, de corte casi proustiano, y se padece la fiebre de un animal intenso que quiere dejarse de monsergas y ponerse a ulular, como aquellos chotacabras que aparecían por los poemas de André Breton. De alguna manera que jamás reconoceríamos a nuestro terapeuta, los que hemos pasado un tiempo más bien boscoso y enredado en Francia llevamos al país como si fuera un estado del alma; tantos libros, tantos callejones repletos de fantasmas, con la inevitable Maga escondiéndose por los batientes y el deseo crepitante por los zapatos y las nucas de casi cualquier mujer. Francia es un lugar hermoso, sucio, cursi como los koalas, de un chauvinismo único, casi conmovedor. Un buen francés, digan lo que digan los obispos de medio mundo, es aquel que manda a Dios a hacer puñetas y tapona el vacío con un sentimiento de patria que es menos patológico que tierno; igual que el catalán, el argentino o el español, aunque completamente al revés. Los franceses se creen y se saben los mejores, a pesar de las contradicciones, mayúsculas y retorcidas, que modulan al país. «Nuestro amor es más raro que un elefante francés / una vez pasó un elefante francés por el barrio / le sonreía a todo el mundo y decía ´bonyur / bonyur´ / pero nadie le creía / dónde se vio a un francés sonreír a todo el mundo...», escribió Juan Gelman. Lo malo últimamente de Francia, además del ministro Valls y las secuelas estéticas de Amelie, es que cada cierto tiempo sale un francés feo con ganas de conquistar el mundo. Ocurrió con Sarkozy, al que la historia, en cierta medida, le absolverá y absorberá, y ahora un poco a Hollande, quien parece sin embargo más interesado en coleccionar actrices que en darle la vara con una política realmente diferente a Frau Merkel y el FMI. Terrorífico que el planeta vuelva a estar pendiente de los braguetas reales, como en la época de Clinton y de las caballerizas, aunque con una crisis de pilotaje mundial. Menos mal que aquí los políticos hablan de barreños. Merkel hace esquí.