La corrupción está a punto de erigirse en común denominador del poder, sea éste comunista, socialista, liberal o capitalista. Los escándalos de la dirigencia china no sorprenden a nadie. Se daban por hechos desde que en la república expopular empezaron a multiplicarse las fortunas colosales en el seno de una población inmensa cuya mitad, al menos, malvive en la pobreza extrema y en la noche del atraso cultural. El poder político, siempre hostil a la comunicación social independiente y dispuesto a machacarla con cualquier pretexto, se delata como gestor y beneficiario directo de la desigualdad. Lo que se acumula en pocas manos es sustraído, sin excepciones, del derecho de todos. Si Mao levantara la cabeza, volvería de inmediato al estado de momia. Y no menos haría Lenin a la vista de lo que ocurre en la ex-Unión Soviética.

El marxismo doctrinario o folclórico de otros muchos estados adolece del mismo cáncer, sea cual fuere su nivel de opacidad o exhibicionismo, como ilustran, a título de ejemplo, Corea del Norte y Venezuela. Pero la infección alcanza a las democracias formales, teóricas creyentes en la Declaración Universal de Derechos Humanos, tanto en la esfera ejecutiva como en la sindical, cuya única razón de ser reside en la defensa del trabajo y los trabajadores. Nada digamos de las dictaduras del subdesarrollo, africanas, americanas o polinésicas, que carecen de casi todo. Sería un triste consuelo asociar el fenómeno a los regímenes totalitarios en prueba de su inviabilidad a plazo y como decisivo argumento contra su depravación, pero la realidad es otra.

La muerte de Marx ha sido proclamada con sospechosa frecuencia y volvemos ahora al reiterado empeño de restringir su ciclo al siglo XIX. Lo desolador es que sus verdugos de hoy son en muchos casos los propios marxistas, más deslumbrados por el modelo capitalista que aplicados a una emergencia igualitaria a los bienes del desarrollo. Se insiste en que la caída del muro de Berlín fue el pistoletazo de salida de la revancha del capital contra la doctrina y los sistemas que, a lo largo del siglo XX, lo amenazaron con grandes guerras y tensiones de toda índole. Pero no es exactamente así. El éxito de esa estrategia, si es que existe, es exhibir el propio modelo y hacerlo desear por encima de cualesquiera otras vías de redención en la justicia y el equilibrio. Ese modelo, y su paradigma, ya parece inseparable la desigualdad y la corrupción. Generalizarlo en dimensiones salvajes, sin el filtro del humanismo social, es lo que desacredita la política y nos retrotrae, aunque no lo veamos, al momento histórico en que el marxismo se hizo inevitable. Como su nombre indica, ningún ciclo es eterno.