El derecho a levantar la voz

Es evidente que una norma elemental de urbanidad manda no dirigirnos a nuestros interlocutores en un volumen demasiado alto (también debería considerarse descortés hablar tan bajo que no se entienda), pero como no somos de piedra, cuando tenemos más razón que un santo se nos debe dispensar de que alcemos la voz. Es una vil trampa que, un canalla que previamente nos ha ofendido, nos quite la razón porque le gritamos, cosa que ocurre no pocas veces. Concluyo con un refrán: «De las aguas mansas líbrenos Dios, que de las bravas ya me cuido yo».

Antonio Romero Ortega. Málaga