Ahora cuesta menos trabajo que antes colar una mentira en la redacción. Los filtros son más permeables, el personal no está tan atento y las prisas por el cierre, con la escasez de personal que atosiga a las plantillas y la no excesiva solvencia profesional en el contraste y comprobación de las noticias, son puertas abiertas a la información contaminada. En la mayoría de los medios de comunicación se cuida mucho la veracidad de los contenidos. En ello les va una gran parte del prestigio. Todo no son exclusivas, primicias y novedades. Existe también un factor preponderante en la categoría de los medios y esa es la calidad del producto acabado. Una publicación debe estar bien informada, bien redactada, bien presentada. La proliferación de noticias alteradas en sus contenidos, la fea costumbre de no dar importancia a noticias de menor cuantía y suprimirlas por decreto, dan a la publicación un toque de informalidad que degenera, con facilidad, en la falta de credibilidad por mucho ruido, por mucho bombo y platillo que acompañen a los grandes sucesos de primera plana.

Los directores de la vieja escuela no dejaban que los redactores soltaran sus originales al taller sin haberlos corregido previamente. Y si no, los correctores de estilo y los linotipistas se encargaban de repasar la calidad de los textos. Aún así, se escapaba alguna que otra errata, pero no la lluvia perversa de faltas de ortografía que caen ahora sobre las páginas de ciertas publicaciones, incluso de las secciones literarias. Y aunque la mentira no tiene nada que ver con lo bien o lo mal redactada que esté, es una muestra de que existe un interés muy fuerte en utilizar a los medios para llevar al engaño a los lectores.

Antes, había otros sistemas para evitar que las redacciones fueran coladeros de falsos intereses. Los partidos políticos, especialistas en la mentira periodística, arreciaban contra los más ingenuos de los redactores. Se atribuye a Fraga Iribarne, en tiempos de la transición, cuando creó Alianza Popular, una frase determinante sobre el valor de la filtración de noticias en redacciones ajenas. Decía el político gallego: «Es mucho más barato comprar a un periodista que comprar todo un periódico». De hecho, a Fraga le ofrecían cada día la compra de una empresa periodística en crisis o la creación de un periódico nuevo. Yo mismo participé en las negociaciones de una posible venta de Sol de España al grupo que lideraba Fraga (con López Rodó a la cabeza), conversaciones que tuvieron lugar en mi despacho de la dirección del periódico, en el edificio de Carretera de Cádiz. El que fuera presidente de los Planes de Desarrollo del franquismo, vislumbró un muro de endeudamiento económico insalvable. Y nos dijo claramente que no. Fraga sólo aceptaría participar en la fundación de El País y fue él quien dio el visto bueno a Juan Luis Cebrián para que éste fuera el primer director. Luego, terminarían a hostias.

En esto de los topos (infiltrados) tengo cierta experiencia, porque los tuve pululando por la redacción en aquellos años. Todos sabíamos quién era el topo, pero sabíamos convivir o esconderle determinadas exclusivas. La misión del topo, amen de «chivarse» de todo lo que veía, era fundamentalmente la de intoxicar a los compañeros, tarea un poco complicada porque los periodistas andábamos bien avisados de lo que ocurría fuera y dentro de la redacción, fuera y dentro de los partidos políticos.

Siguen existiendo mil y una formas de colar mentiras en las redacciones. Las más evidentes son las usadas por los políticos. Y por la cantidad de topos que ya no esconden su careto, sino que lo asoman, con desparpajo, en las tertulias televisivas. Las mentiras en la Prensa ya no son lo que eran.

*Rafael De Loma es periodista y escritor

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