El rescate de la banca acabó esta semana. España inicia una etapa de mayor estabilidad financiera y esperanzadoras perspectivas pero todavía puede retroceder si cae en la tentación de la autocomplacencia. Para lograr ese país sólido y próspero al que aspiran los españoles las reformas tienen que seguir. En el retorno de la confianza, en las exportaciones, en la competitividad ya se aprecian los primeros frutos de las ya emprendidas. Pero, como afirma Olli Rhen, comisario económico de la UE, necesitamos diez años para sanear el sistema y robustecerlo.

La pregunta de hacia dónde va España forma parte de la disyuntiva más importante a que se enfrenta este país en un momento crucial. No resulta fácil responderla, sobre todo si se tiene en cuenta el camino transitado hasta aquí y su perniciosa deriva: la corrupción, el enfado de los españoles con sus dirigentes y el desafío independentista. A ello habría que añadir el elevado paro endémico y las dudas que suscitan los indicadores económicos tras el estallido de una burbuja que actúa como una herencia envenenada sobre el crecimiento productivo, las instituciones y la educación.

Para no tener que jugar a adivinos sería más sencillo, y práctico, plantearnos seriamente hacia dónde debería dirigirse el país y no reincidir en los errores. España tendría que emprender una segunda transición a una economía de mercado competitiva, alejada de los vicios que han corrompido en las dos últimas décadas el sistema. El mérito, el trabajo y la innovación deben ser los factores esenciales de una transparencia hasta ahora sepultada por el clientelismo, el amiguismo y el compadreo consentido por las administraciones. Aferrarse al progreso significa darle la espalda a los manejos de unas élites políticas extractivas que, según la tesis esgrimida por Daron Acemoglu y James A. Robinson en su ensayo «Por qué fracasan los países», se afanan sistemáticamente en capturar rentas en su beneficio generando burbuja tras burbuja en vez de incentivar la educación, la investigación y el emprendimiento como palancas del despegue económico y social. El de verdad, no el artificial vivido de 1995 a 2008, que airearon el aznarismo y el zapaterismo. Entre esos años, el crecimiento del país fue superior al de Estados Unidos y al de la Eurozona, pero no se produjo gracias a un aumento de la productividad sino debido al incremento delirante del gasto público, que desembocó en un auténtico despilfarro en infraestructuras inservibles o infrautilizadas.

Necesitamos un país nuevo con un nivel de exigencia superior y, al mismo tiempo, adquirir hábitos de trabajo racionales: ser más productivos sin tener que renunciar por ello a una vida mejor. Para eso hace falta acometer las reformas tantas veces reclamadas por la sociedad más avanzada.

Hay tres prioridades, según afirmó esta semana Olli Rhen, el vicepresidente de la UE y comisario de Asuntos Económicos: completar la reforma laboral poniendo el énfasis en las políticas activas de empleo, cambiar a fondo los servicios profesionales y enderezar el sector energético. Aún quedan por delante cambios «que llevarán más de diez años». Rhen lo sabe por propia experiencia. Ese fue el tiempo que invirtió su país, Finlandia, en superar una situación semejante de la que salió reforzado. A los finlandeses apenas les tocó sufrir en esta crisis.

Pese al colosal esfuerzo de los ciudadanos para asumir los ajustes hay mucha tarea pendiente. Empezando, en lo político, por una ley que democratice los partidos, una reforma que suprima organismos innecesarios como el Senado y las diputaciones provinciales, una reducción drástica del número de ayuntamientos y otra del Estado autonómico con el fin de impulsar un nuevo modelo de financiación territorial. En materia de seguridad jurídica caben todavía muchas transformaciones y una ley anticorrupción para que los delitos de cuello blanco que se cometen en el ámbito de los partidos no gocen de impunidad. En el terreno económico, el Gobierno debe insistir en la recuperación del capital humano lastrado por el paro de larga duración y la lucha contra el fraude en el desempleo. También sería necesaria una reestructuración de los mercados y de los organismos reguladores para incrementar la competencia y la protección del consumidor, además de una simplificación administrativa para terminar con las trabas burocráticas que dificultan la operatividad de las empresas. Un nuevo modelo educativo que enseñe a los alumnos a pensar por sí mismos, además de una revisión a fondo de la carrera docente servirían, entre otras mejoras, para consolidar uno de los ejes de progreso indispensables para la evolución del país.

El primer problema es combatir la inercia en beneficio propio enraizada en la clase política española. No resulta fácil limpiar la casa, deshacerse de los muebles inútiles y ventilar las habitaciones si los encargados del zafarrancho son precisamente los que no muestran un interés especial en que las cosas cambien. Para vencer esas resistencias habrá que sumarse desde el primer momento a una revolución cívica de las ideas. Con ellas y una dosis adecuada de coraje España podrá salir adelante.