No muestra precisamente su mejor cara la Europa que se enfrenta a elecciones parlamentarias esta primavera.

Basta ver lo que sucede en casa y lo que nos cuentan los corresponsales extranjeros todos los días de lo que ocurre fuera.

Entre nosotros, frente al optimismo macroeconómico del Gobierno, un desempleo intolerable, una riqueza cada vez peor repartida, unos servicios públicos recortados y, como consecuencia de todo ello, unos ciudadanos que creen cada vez menos en la política como solución de sus problemas.

Fuera, algunas de esas cosas, pero por grave añadidura, algo que por fortuna no parece que haya hecho de momento mella entre nosotros: un fuerte crecimiento de los populismos y de la xenofobia, y sorprendentemente no siempre en los países más pobres.

Lo vemos en Francia, donde un partido de extrema derecha, el Frente Nacional, podría ganar esas selecciones y donde un conocido semanario -Le Nouvel Observateur- ha creído oportuno dedicar un reportaje a lo que llama «la Francia racista».

Una Francia cuyo ministro del Interior, catalán de origen, gana puntos a base de reforzar los prejuicios contra los gitanos de los Balcanes y donde conocidos intelectuales como el filósofo Alain Finkelkraut o el escritor Renaud Camus advierten de la pérdida de la identidad nacional por la inmigración musulmana.

Lo vemos también en el Reino Unido, cuyo primer ministro, preocupado por los avances del derechista Partido de la Independencia (UKIP), pierde la compostura para denunciar que los inmigrantes polacos se aprovechan de los beneficios sociales de ese país.

Lo que lleva a su vez al primer ministro polaco a quejarse de que se estigmatice de esa manera a sus compatriotas y al líder parlamentario de su socio minoritario de gobierno a llamar al boicot de los supermercados de la cadena británica Tesco en represalia por lo que considera un «insulto» a sus conciudadanos.

Lo vemos también en el país central de la Unión Europea, Alemania, cuya Unión Cristianosocial bávara habla de medidas como la de tomar las huellas dactilares a rumanos y búlgaros o expulsar a los que allí llaman «turistas sociales», es decir los sospechosos de entrar en el país con el único fin de aprovecharse de su red social.

Cuando, como señala con razón la propia prensa germana, el verdadero escándalo no es ése sino el hecho de que muchos desaprensivos se aprovechen de gentes que van a Alemania a trabajar, empleándolos en negro con salarios muy por debajo de lo legalmente establecido.

Por no hablar ya de los partidos populistas o extremistas de otros países grandes o pequeños como la Lega Nord y el Movimento 5 Stelle, de Italia, el Partido de la Libertad austriaco, su homónimo de Holanda, los belgas Vlaams Belang y Front National, el Jobbik, de Hungría, el de los Verdaderos Finlandeses, los Demócratas de Suecia, el Partido Popular Danés o ese desgraciado fruto de la crisis griega que es el fascista Amanecer Dorado.

Partidos todos ellos que han prosperado en los últimos tiempos debido a fenómenos como la globalización, a unas políticas económicas neoliberales que han engendrado mayores desigualdades, y a una inmigración que provoca inseguridad laboral, pero también identitaria en un continente preocupado por su propio envejecimiento demográfico.

No, decididamente Europa no presenta ante las próximas elecciones su mejor rostro.