En torno a 1925 mi abuela veraneaba en Málaga. Una señora antequerana a quien ella acompañaba tenía una casa en los alrededores de Carretería. Ambas salieron a pasear una buena mañana y decidieron completar su indumentaria veraniega con sendos sombreros de ala ancha, según me describía mi abuela. Tuvieron que regresar porque un grupo de malaguitas descerebrados las abucheó y lanzó piedras. Si hiciéramos una encuesta en cualquier barrio, nos revelaría que el malagueño considera cosmopolita a su ciudad. Uno de los tópicos sobre nuestras aceras, de un calibre semejante al que enuncia que aquí nunca hace frío ni tampoco calor, lo que ocasiona que, por ejemplo, los centros de enseñanza que dependen de la Junta de Andalucía estén diseñados como espacios inhóspitos donde la calefacción proviene del aliento de treinta personas encerradas que no pueden quitarse el abrigo; en el mes de mayo no pueden evitar la asfixia. Los tópicos son nocivos. Un tópico no es más que una simplificación conceptual que nos conduce a pensar que todo un pueblo es gracioso, o embustero, o ladrón, o trabajador, o vago. Al que le toca, le toca y contra ese dictamen del imaginario colectivo caben pocas apelaciones. Málaga es cosmopolita y punto, lo que nos arrincona en un nivel de civilidad opuesto al de cualquier municipio cosmopolita de verdad. Nuestras autoridades se encuentran albergadas bajo el paraguas de nuestro cosmopolitismo de nacimiento; por tanto, no es una virtud que tengamos que cultivar ni demostrar. Una persona cosmopolita, en este caso una ciudad, considera cualquier lugar del mundo su patria, acepta sin problemas costumbres foráneas o conforma sus hábitos de vida de modo que el extranjero se sienta cómodo en ese espacio.

Vista la anécdota de mi abuela, cosmopolitas pueden ser los ilustres viajeros que nos honran con su presencia habitual desde hace cientos de años, pero no el habitante medio de un lugar que se caracteriza por el poco hábito que tiene de salir de estos cuatro distritos, o por el desastroso índice de aprendizaje de lenguas, materializado en la arquitectura de la única escuela de idiomas que existe en esta ciudad tan cosmopolita que ni tiene que ver mundo, ni tiene por qué aceptar sin aspavientos otras estéticas o éticas que la suya. Como ya digo, la difusión de este tópico viene bien a nuestras autoridades porque así se ahorran la promoción de cualquier modernidad. Habría que encuestar a nuestros dirigentes para saber cuántos concejales y concejalas, por ejemplo, con el primer edil bajo la ducha a la cabeza, viajan y hablan idiomas. Dadas las escasas ideas que aportan a la mejora de esta urbe, parece que poco. Y cuanto menos investiguemos, mejor. Una demostración de nuestro cosmopolitismo se observa en nuestras relaciones con los perros. Nápoles ha advertido que va a extraer ADN de los excrementos caninos para multar a quien no recoja los regalos que su animalito ofrece para el disfrute del vecindario. El Ayuntamiento de Málaga no tiene constancia de cuánto perro habita entre nosotros, ni la policía comprueba que nuestros acompañantes perrunos lleven un identificador. Un abandono cosmopolita como otro cualquiera que muestra la dejadez de los concejales del ramo en otro apartado más. En el otro lado de la balanza, la normativa cosmopolita, en este caso autonómica y local, a la limón, impide que el ciudadano civilizado pueda pasar con su cánido al transporte público o a establecimientos hosteleros, por más que su animal esté cuidado y limpio, como sucede en Berlín, París, Londres, Barcelona o Nueva York, ciudades tan cosmopolitas como la nuestra, según sabemos. El comportamiento hacia nuestros animales dibuja un termómetro de civilidad, incluso de cosmopolitismo, que en nuestra Málaga todavía señala décadas de atraso respecto a la temperatura media de la zona culta del planeta. Los signos del progreso se quedan con demasiada frecuencia al norte de Las Pedrizas y Despeñaperros.

*José Luis González Vera es profesor y escritor