Cuando imposta la voz en lo que escribe, o sea, cuando se deja poseer por su personaje literario y ejercita su arte o estilo propio, el escritor casi nunca es entendido, de modo tal que lo que dice o cuenta no coincide con lo que el lector lee y entiende. De este modo podríamos decir que el estilo es una especie de jerga que aleja al sacerdote de los fieles, creando una distancia. Ahora bien, esa misma distancia entre el polo emisor y el receptor es la que permite que salte la chispa, y aparezca otra cosa, que es en lo que consiste la creación. Una vez que el lector entra en resonancia con otros, y aparece la masa de lectores (grande, pequeña, ínfima, da igual), ésta llega a un consenso interno sobre lo que debe entenderse en un escrito, y una vez emitido el dictamen lo propio del escritor es que se rinda al veredicto y asuma que la literatura descansa en malos entendidos comúnmente aceptados.