Han resultado muy chocantes las declaraciones del nuevo cardenal español, Fernando Sebastián, de 84 años, sobre la homosexualidad como «deficiencia». El choque, casi frontal, se ha producido con respecto a las palabras de quien le ha designado y le creará cardenal el próximo 22 de febrero, el papa Francisco, quien a su vuelta de Brasil al Vaticano, el pasado verano, expresó que «si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». Declaraciones similares a ésta no han sido infrecuentes en boca de Bergoglio.

Por su parte, las palabras de Fernando Sebastián han sido éstas: «Con todos los respetos digo que la homosexualidad es una manera deficiente de manifestar la sexualidad, porque ésta tiene una estructura y un fin, que es el de la procreación. Eso no es un ultraje para nadie. En nuestro cuerpo tenemos muchas deficiencias. Yo tengo hipertensión, ¿me voy a enfadar porque me lo digan? Es una deficiencia que tengo que corregir como pueda. El señalar a un homosexual una deficiencia no es una ofensa, es una ayuda, porque muchos casos de homosexualidad se pueden recuperar y normalizar con un tratamiento adecuado».

Pues, bien, además de calificar la homosexualidad como dolencia o enfermedad (en 1990 la Organización Mundial de la Salud la elimina de su lista de enfermedades psiquiátricas), Sebastián incluso extrema su juicio hasta el punto de sostener que muchos homosexuales se pueden someter a un tratamiento de curación.

¿Es ésta la doctrina de la Iglesia? En su magisterio de los últimos años, Roma establece un juicio moral, pero no entra en cuestiones científicas. A lo sumo, el Catecismo de la Iglesia (1992) dice que «su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado» (consciente o inconscientemente, dicho texto elude hablar del origen genético). Y en otro punto, el Catecismo se limita a constatar que «un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas», una afirmación que se limita a constatar hechos.

Por tanto, no hay señal de que la Iglesia califique hoy de enfermo al homosexual. Ahora, bien, a continuación, el Catecismo expresa su juicio moral: «Esta inclinación es objetivamente desordenada». Sin embargo, no es una curación médica la que propone la Iglesia, sino que «estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición».

No obstante, hay que reconocer que en la declaración Persona humana, del año 1975, la Congregación para la Doctrina de la Fe decía que «se hace una distinción -que no parece infundada- entre los homosexuales cuya tendencia, proviniendo de una educación falsa, de falta de normal evolución sexual, de hábito contraído, de malos ejemplos y de otras causas análogas, es transitoria o a lo menos no incurable, y aquellos otros homosexuales que son irremediablemente tales por una especie de instinto innato o de constitución patológica que se tiene por incurable».

En efecto, en ese texto se habla de patología y de curación o de no curación, pero son afirmaciones que la Iglesia abandonó hace tiempo. ¿Acaso se arrugó el Vaticano? ¿O acaso recibió numerosos mensajes de que se metía en un terreno muy delicado? Sea como fuere, la última palabra la ha tenido el citado Catecismo, que se ciñe a un juicio moral. Sin duda es un juicio duro y ha sido consecuencia de cierta evolución desde posturas anteriores, cuando la Iglesia señalaba una diferencia entre la condición homosexual y los actos homosexuales. Estos últimos se calificaban de «intrínsecamente desordenados», pero la inclinación sexual, es decir, lo que atañe a la persona misma, parecía quedar a salvo.

Sin embargo, en 1986 la carta Homosexualitas problema, de la misma Congregación para la Doctrina de la Fe, señalaba que «la inclinación de la persona homo sexual, aunque no sea en sí un pecado, constituye una tendencia hacia un comportamiento intrínsecamente malo. Por este motivo la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada».

En suma, es este un terreno doctrinal en el que se han sucedido afirmaciones con cierto grado de contradicción. Además, se ha endurecido la calificación moral a medida que los juicios científicos han ido desapareciendo. Sin embargo, existe un buen número de especialistas católicos, particularmente en los sectores más conservadores de EEUU, que desde hace unos años postulan que los homosexuales han de someterse a tratamientos curativos.

Las palabras de Fernando Sebastián se encuadran en esas posturas, muy entremezcladas con las ideas de los católicos de criterio más duro sobre la homosexualidad. Como sucede en otras parcelas de la Iglesia, hay quienes rebasan la doctrina católica de tal forma que la expresión «ser más papista que el Papa» los adorna perfectamente. Sebastián ha sido calificado como una de las mejores cabezas del episcopado español, y el propio Papa se ha confesado lector asiduo de sus libros. Pero hasta el mejor escribano echa un borrón.

Por lo demás, tal vez la propia dureza del juicio católico sobre la homosexualidad es la que ha inducido la deriva hacia ideas extremas. Por fortuna, en esta materia el Papa ha señalado un dique, un muro de contención basado en que lo esencial es que la persona, sea gay o no lo sea, busque a Dios. Con Francisco es hoy imposible ser «más papista que el Papa», porque el jesuita Bergoglio se está caracterizando por corregir algunas derivas de la Iglesia.