Salvo en derechos sucesorios, la institución presidencial es en Francia una monarquía ejecutiva. Desde 1968 no abundan allí las manifestaciones callejeras contra el jefe del estado, y por eso las protestas contra François Hollande pulsan una a tener en cuenta en el marco de cambios que moviliza la crisis. La gente está cada vez menos por callarse o canalizar sus inquietudes por los «cauces legales». Por el momento, los responsables de la gobernanza miran a otro lado sin asumir la significación real del hartazgo y la desconfianza de esos gestos que califican de «antisistema». Muy cómodo, pero muy peligroso. Quienes lo están viendo son los plutócratas de Davos, sensibles al agotamiento de los modelos y temerosos de un movimiento desestabilizador que, al generalizarse, acabe en convulsión política, social y económica.

Por sus asuntos galantes, Hollande ya estaría laminado en USA, como el candidato presidencial Gary Hart en su tiempo, pero en España ganaría popularidad. Más allá de la cama, ha defraudado a los franceses y a todos los europeos progresistas que esperaban de su reiterada definición ideológica un giro social en la salida de la crisis. La señora Merkel le ha doblado el codo y ya está alineado en las filas neoliberales. Por eso le abuchean sus compatriotas, damnificados por los recortes y también despechados ante una esperanza que acaba en humo. Aún no se divisa en el mundo global un verdadero líder progresista, mientras que los llamados «dueños del mundo» reunidos en Davos marcan el paso a los dirigentes conservadores sin tenerlas todas consigo. El desequilibrio se hace crítico y los brotes antisistema ya son muchos y poderosos.

Esa gente opulenta acaba de invitar a Francia e Italia a tomar ejemplo de España; ejemplo que, como es obvio, incluye un paro del 26 y pico por 100 de la población trabajadora, ratio tercermundista que no se alivia en apelaciones a la economía sumergida ni tiene derecho a contabilizar como «empleado» al que lo es por contratos renovables día a día o con jornadas de dos o tres horas. A Hollande y Letta les sobran motivos para decir «No, gracias» a los predicadores del ejemplo español, que una vez más delatan la falacia gigantesca de un análisis económico basado en lo que les interesa, las buenas condiciones del negocio «macroeconómico», mientras se limitan a la retórica acerca de la realidad insumergible de seis millones de parados y una fuerza de trabajo y emprendimiento juvenil tirada al sumidero.