Quizás alguna vez la sociedad española, en algunos aspectos tan encerrada en sí misma como la tibetana lo fue en otros tiempos, descubra que en su seno existen otras sociedades paralelas, provenientes de lejanos y muy diferentes países. Que se mueven muy cómodamente entre nosotros y dentro de una bien compartida órbita de atracción mutua que fue posible por ser ésta fruto del apasionado deseo de aquellos visitantes de compartir nuestro particular friso mediterráneo, nuestros paisajes, nuestro clima y tantas otras cosas.

Recuerdo que los primeros visitantes que nos llegaban a esta costa en el sur de España eran generalmente británicos; solían ser personas amables e ilustradas, como la escritora Rose Macaulay. La autora de Fabled Shore - From the Pyrenees to Portugal, un libro de culto para los viajeros que se aventuraban al final de los años cuarenta y principios de los cincuenta por aquellas carreteras infernales, camino de algunos de los paisajes más bellos del planeta. Eran en su país de origen miembros de las clases razonablemente acomodadas y consideraban de mal gusto el desear tener mucho dinero. Y sobre todo consideraban imperdonable el hacer ostentación de riqueza en un país dramáticamente pobre como lo era España. Recuerdo que admiraban el estoicismo y la dignidad de los andaluces de entonces.

Era innegable que amaban esta tierra nuestra. Algunos no querían admitirlo. Quizás por el temor de provocar la envidia de aquellos dioses. Los que invocaba Albert Camus cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el Ayuntamiento de Estocolmo un 10 de diciembre de 1957: «Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo hará. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan revoluciones frustradas, dioses muertos e ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo y la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, quizá su tarea sea aun más grande : impedir que el mundo se deshaga». Ese verano del 1957 yo había comprado por 30 pesetas L´étranger en una librería de Torremolinos. En una edición barata de la editorial Gallimard, ahora amarillenta. La conservo con devoción y afecto.

Fue el mismo año en el que entré a trabajar en el antiguo Hotel Santa Clara, el Castillo del Inglés del Torremolinos legendario. Los pocos españoles que hacían dinero entonces eran los estraperlistas y los especuladores. Extraían fortunas de la miseria de nuestra posguerra. Noté que despreciaban aquel viejo hotel porque no era lujoso. No entendían la magia de aquella hermosa fortaleza del siglo XVIII, con sus viejos cañones de bronce apuntando a las aguas de la bahía de Málaga. Les parecía un lugar para turistas pobretones. El venerable Augustus John, el más grande de los retratistas británicos del siglo XX, decía que cuando salía a la terraza de su habitación del Santa Clara, bañada por la luz que el sol reflejaba del mar y las paredes encaladas, creía que se encontraba en el lugar más bello del mundo. En los años treinta, otro pintor, Salvador Dalí, encontró allí un rincón que superaba en magia a su Costa Brava. Quizás por la proximidad de otro continente, otro mundo, y por estar esa parte de la costa malagueña orientada hacia el sur, uncida desde sus playas a la trayectoria solar.

En una isla del Índico me he encontrado no hace mucho tiempo con antiguas esencias malagueñas. Las que los primeros viajeros divisaban al aterrizar en nuestro aeródromo, El Rompedizo. Los campos de caña de azúcar, de color verde esmeralda, se extendían alrededor de aquel modesto aeropuerto hasta las playas cercanas. Desde la ventanilla de otro avión, en tiempos más cercanos, creí ver los mismos campos, el mismo azul del mar, la misma caña de azúcar, esta vez en la Isla Mauricio. La que los navegantes franceses llamaron la Isla de Francia. Me sentí como aquellos visitantes de antaño, cuando avistaron las tierras de Málaga y sus esencias. Fue un buen momento.