He tenido la buena suerte de ir con frecuencia a la ciudad de Estrasburgo, donde tengo muy buenos amigos. Siempre para asistir a las reuniones de trabajo de la Convención Europea del Paisaje. Las que dirige la persona más admirable que he conocido en ese planeta tan especial que es el Consejo de Europa. Eminente jurista, representa esta gran dama francesa, también ilustre hispanista, lo mejor de la cultura, la ética y el humanismo europeos. Su misión no podía ser más noble: defender nuestros paisajes y sus tesoros naturales y culturales, siempre amenazados por la rapiña y la barbarie, enemigos tan crueles como tenaces.

Admirábamos a esta persona por haber puesto todo su fervor, sin fisuras, y toda su notable capacidad de trabajo al servicio de sus ideales. Alguna vez me tomé la libertad de intentar decirle que ella, y los que trabajaban con ella, eran los santos de estos tiempos nuevos. Los únicos espejos en los que podíamos mirarnos. Pues gracias a ellos podemos decir hoy que no todo es basura, que no todo es vileza. Asistir a esas reuniones densas, a veces agotadoras, era como hace más de un siglo ir a tomar las aguas a un famoso balneario, como el de Baden-Baden, no muy lejos de la famosa ciudad alsaciana que nos ocupa. Por lo tanto, eran reuniones purificadoras.

Siempre buscaba la oportunidad de contarle a mis amigos de Estrasburgo que en nuestra catedral de Málaga tampoco se terminó su segunda torre. E igual que en la de Estrasburgo, en nuestro monumental templo malagueño, la torre que nunca se levantó es la que estaba orientada hacia el sur. La única torre de la catedral de Nuestra Señora en Estrasburgo la prolongó en 1439 el alemán Juan Hültz con la flecha gótica más audaz de la cristiandad. No podría contar las veces que les he traducido a mis amigos de allí lo de «la Manquita», nuestra «Manquita», a pesar de lo complicado de dar forma en otros idiomas a nuestros diminutivos. No dejaba de ser esta confrontación amistosa entre dos catedrales mutiladas una invitación a profundizar en las cosas nuestras, unidas a las de ellos, en el marco de una nueva Europa. Al fin y al cabo hay pocos lugares en el mundo con tanta magia como estas tierras de Málaga, con un noble pasado romano, como también lo tuvo Estrasburgo, la Argentoratum que levantaron allí las legiones de Roma.

Fueron durante siglos Estrasburgo y Málaga ciudades de frontera. Con un mundo hostil, la Berbería, enfrente de nuestro litoral. Como ellos lo tuvieron al otro lado del Rin. Y con cambios de alma. Del cristianismo al islam y regreso al cristianismo, nosotros. Franceses primero, alemanes con el Kaiser y con Hitler, y de nuevo franceses, ellos. Además de haber sido católicos y después protestantes. Y regreso definitivo al catolicismo con los ejércitos de Luis XIV.

Y dos generales en su historia. Ambos venerados como héroes nacionales. El general francés Philippe Leclerc, héroe de la Resistencia contra el nazismo y la Francia Libre del general De Gaulle. El que en 1944 liberó París - con soldados republicanos españoles- y después Estrasburgo, anexionada con Alsacia al Tercer Reich en 1940. Había jurado el general en los desiertos africanos que un día colocaría la tricolor en la flecha de la catedral de Estrasburgo. Y el nuestro, el general José María de Torrijos y Uriarte, traicionado por sus verdugos y fusilado vilmente en la playa malagueña de San Andrés por aquellos precursores de tanta oscuridad. El monumento en su honor se levantó en la hermosa plaza donde un día Picasso vendría al mundo, no muy lejos de la Catedral. Ambos fueron condes, el general Torrijos a título póstumo. El general Leclerc ya era conde de Hauteclocque. Ambos buscaron refugio en Inglaterra, donde se les consideraba, aunque no eran británicos, unos perfectos gentlemen. Y ambos permanecen en la historia unidos a dos ciudades que albergan unas catedrales maravillosas, frutos del genio de la humanidad.