Parece un fatum el hecho de que las presuntas bolsas submarinas de petróleo y gas coincidan en España con sus mejores zonas turísticas. En número de visitas y pernoctaciones, los dos archipiélagos y el litoral mediterráneo suman el grueso de un importantísimo sector económico cuya acelerada evolución está muy lejos del agotamiento. Celebramos el año 2013 como el más próspero de la historia, en parte por la asimilación de los flujos que rehuyen la confictividad del norte de África y Oriente Próximo, pero sobre todo porque la seguridad y la paz han coincidido siempre con la rigurosa protección del regalo climático de la naturaleza. De todas maneras, lo que ocurre con el abandono masivo de destinos que ya eran serios competidores ilustra sin posible error la volatilidad de esos flujos ante cualquier circunstancia que amenace el bienestar.

Las mareas negras causadas por vertidos, y en menor medida por la extracción del crudo, serían tan dirimentes como la efervescencia bélica. Empresarios y políticos del Mediterráneo y Canarias calculan con espanto las caídas derivadas de una hipótesis contaminante, no solo durante el tiempo que exige su plena depuración sino por el mucho más largo periodo de recuperación de las transferencias perdidas. Nadie puede patrimonializar el flujo económico basado en el descanso y el placer, cuando sus garantías desaparecen aunque sea temporalmente. En definitiva, un paréntesis traumático en la entrada del dinero del turismo sería catastrófico a muy largo plazo y posiblemente aniquilador, por abandono, de las infraestructuras que han exigido enormes inversiones en sí mismas y en las campañas de promoción. Desmentir su posibilidad alegando avances tecnológicos que excluyen el mayor riesgo de vertidos allí donde hay extracciones y se multiplica el tráfico de grandes tanques, no es más que propaganda confrontada a la realidad de los percances, cada vez más frecuentes.

Los informes sobre seguridad son sistemáticamente impugnados por otros informes. En este contexto resulta inexplicable una política de estado que autoriza explotaciones a escasa distancia de los enclaves del turismo, desoyendo -y desautorizando- los temores y reservas de los responsables territoriales, incluidos los políticamente afines al Gobierno. A nadie amargaría el dulce de una próspera industria del petróleo si no fuese incompatible con la opción de desarrollo adoptada sin vuelta atrás. Es como ponerse la venda en los ojos para no ver el abismo, actitud suicida que subordina la realidad a la hipótesis y «decreta» la inexistencia del riesgo en razón de garantías que los hechos contradicen. El fracking legal ha sido un primer aviso. Pero la gravedad del dilema es pavorosa y no se entiende que no haya movilizado un debate nacional prioritario, incluida la opción del referéndum en las zonas afectadas.