En el amanecer de febrero, el planeta Venus era un pequeño y solitario sol en el cielo todavía en penumbra. Un poco después la escenografía se había vuelto más compleja: un cielo azul tenue pero ya con cierta refulgencia servía de fondo aún a Venus, que seguía en escena, y nubes altas, con distinta penetración en aquella, rodeaban el cuadro: un plisado de gasa clara ocupaba una ancha franja, que contrastaba con grandes pinceladas longitudinales y más oscuras que se estiraban desde el nordeste, mientras en el Sur se apiñaba una informe maraña de nubes redondeadas, densas y negras, como si fueran basura arrinconada allí tras un barrido. Pensé entonces que, pese a la grandeza de la segunda escena, prefería el enigmático minimalismo de la primera. Y también que el privilegio de empezar el día con tales visiones se compensaba con la inevitable pobreza comparativa de las que vendrían detrás.