Mi amigo Marcos, hoy flamante doctor después de un largo y apasionante trabajo de investigación, me cuenta que en una escuela en la que fue maestro, había un alumno que se despachaba, entre otras, con esta lindeza psicológica y lingüística:

-Yo soy bruto del verbo brutar.

Compartió esta anécdota con los comensales de la cena posterior a la defensa (¿por qué se hablará de defensa si nadie quiere atacar y de tribunal si nadie es juzgado?) de la tesis y me quedé pensando en todo lo que la frase esconde. El lenguaje manifiesta unos significados y esconde otros. Muestra una parte de la realidad y oculta otra, no menos interesante.

Este alumno entiende que es un bruto, que es un ignorante, que es incapaz de aprender con rapidez y facilidad. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión? ¿Por qué se expresa así? ¿Quién o quiénes le han persuadido de que es un bruto?

Esta anécdota me plantea algunas preguntas sobre cómo la escuela contribuye a que los alumnos y alumnas fragüen su autoconcepto y su autoestima. Un niño que aprende con dificultad, que se compara con otros niños que aprenden con menor esfuerzo, que recibe bajas calificaciones y numerosos reproches por su falta de atención o de aprovechamiento, tiende a pensar que es un bruto del verbo brutar. Aunque no lo sea.

La escuela ha sido una fábrica de zoquetes. Es decir de personas que se consideran incapaces de aprender o, al menos, de aprender al ritmo y con la facilidad que lo hacen otros. Y, por supuesto, que se perciben a sí mismos como incompetentes para asimilar el currículum que les propone la escuela.

Daniel Pennac, en su hermoso libro «Mal de escuela», nos habla de este proceso de etiquetado del que él mismo fue protagonista. Él dice que su libro no es un libro sobre la escuela sino sobre el zoquete en la escuela. Él era un zoquete, según confiesa. La escuela le había colgado del cuello este cartel condenatorio: tú no sirves.

«De modo que yo era un mal alumno, dice. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. Negado para al aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos) llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, por el deporte ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna», dice Pennac.

Frecuentemente no nos damos cuenta del peso que tiene la escuela en la vida de los niños. Se pasan en ella cinco de cada siete días de la semana y diez de cada doce meses del año. La escuela marca la infancia con un sello indeleble.

¿Cómo construyen este estereotipo algunos alumnos y alumnas? Con la dificultad de entender, con los problemas de adaptación, con la incapacidad de atender, con el fracaso en los exámenes, con las comparaciones frustrantes, con las reprimendas de los maestros, con los castigos irracionales, con las bajas calificaciones€

No es solo la escuela, ya lo sé. Puede intervenir la familia en ese nefasto proceso de etiquetado. Una familia que, por ejemplo, tiene dos hijos, uno de los cuales es brillante, tiene éxito y reconocimiento escolar. El otro no. Y la expresión «mira a tu hermano» se convierte en un estribillo insoportable. Quieren más al hijo sobresaliente como si el afecto se comprase con las calificaciones altas. Pero el amor es gratuito. O, como le decía aquel hijo a su padre:

- Papá, quiéreme más cuando menos me lo merezco porque es cuando más lo necesito.

Influyen también los padres. En efecto, los amigos tienen mucha influencia, sobre todo en ciertas etapas de la vida, como la adolescencia. Lo que diga el líder de la pandilla va a misa. Más que lo que digan o piensen los padres, los maestros o los libros sobre buen comportamiento.

Determinados fracasos en la vida pueden deteriorar nuestro autoconcepto si no sabemos afrontarlos y analizarlos debidamente. Tropezar de forma frecuente nos puede llevar a la conclusión de que no valemos para caminar.

Acaso uno de esos zoquetes es capaz de hacer cosas que sus mismos profesores y profesoras son incapaces de hacer. Quienes se muestran torpes para asimilar un contenido curricular pueden ser absolutamente geniales, jugando fútbol, bailando o tocando el piano.

Esa etiqueta acarrea nefastas consecuencias para quien la lleva grabada a fuego dentro de su mente. Por de pronto, se considera incapaz de hacer las cosas que otros hacen. O de hacerlas con la misma soltura y presteza. Y los demás dejan de esperar de él los rendimientos que podría conseguir. De modo que se establece un círculo vicioso que difícilmente se deshace: no puedo hacer nada bien y por eso no esperan nada de mí y no esperan nada de mí porque no puedo hacer nada bien.

Es malo que te consideren tonto. Es peor que acabes creyéndote que lo eres. Ahí está el problema. Porque si otros lo piensan así, hay una parte fundamental a salvo: uno se considera capaz. Y si se considera capaz, llegará, tarde o temprano, a tener éxito.

Prueba de que esa etiqueta se convierte en un estigma es lo que Pennac cuenta de su propia historia. Después de treinta años como profesor en un Instituto de Secundaria cercano a la ciudad de París, después de haberse convertido en un famoso novelista traducido a varios idiomas, después de escribir libros con un éxito clamoroso, escucha esta pregunta de su madre:

- Y tú, hijo, ¿crees que algún día llegarás a ser alguien?

Un hermano suyo, más brillante en la escuela pero que no ha alcanzado cotas tan altas de éxito social, no tiene ante su madre esa etiqueta peyorativa. Al parecer ha llagado lo suficientemente lejos para las expectativas maternas.

Por eso hay que propiciar éxitos en los que el alumno pueda seguir apoyándose. No hablo de éxitos ridículos sino reales. Recuerdo que, cuando vivíamos en la ciudad irlandesa de Galway, una formadora de profesores de inglés ironizaba sobre la actuación de algunos docentes noveles a quienes supervisaba. Contaba que, después de preguntar por el nombre y por el país de procedencia a algunos alumnos y, después de escuchar sus contestaciones, exclamaba con entusiasmo:

- Excellent, excellent.

Y ella decía:

- Hombre, no es para tanto. El hecho de que pronuncien su nombre y el de su patria no merece una felicitación tan efusiva.

Tenía razón. No se trata de felicitar por felicitar. De felicitar por cualquier cosa, de felicitar por respirar. Digo que hay que poner al alumno ante retos asumibles. Si le situamos ante objetivos inalcanzables, le estamos abocando al fracaso. Hay quien dice que lo bien hecho, bien hecho está. Y que solo hay que corregir los errores. No estoy de acuerdo. Pienso que hay que saber valorar lo uno y lo otro. Corregir el error y felicitar por el acierto.