Bañada por el río Elba, la capital de Sajonia se asoma a su ribera desde la Brülsche Terrasse, desde donde la ciudad contempla apacible el reencuentro con su propia historia urbana, como si no hubiera habido nada trágico en ella. Es cierto que todas las ciudades tienen algún episodio de su pasado que sería mejor no rememorar. Pero Dresden (o Dresde) tiene además la triste peculiaridad de haber sido prácticamente borrada del mapa en dos ocasiones en los últimos tres siglos. Décadas después de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que se vio involucrada la ciudad, Dresden ardió completamente en 1685.

Por su ubicación en el centro de Europa, Dresden ha padecido las consecuencias de casi todas las guerras europeas, sufriendo particularmente en alguna de ellas. Durante la Segunda Guerra Mundial, Dresden volvería a ser arrasada por las bombas de la aviación angloamericana, entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, apenas a doce semanas del final del conflicto, y solo días después de la Conferencia de Yalta. En el bombardeo murieron decenas de miles de sus ciudadanos y fue devastada una de las ciudades históricas y monumentales más bellas de Alemania. Mutilada por sus cuatro costados, barrida en su corazón, Dresden se sumió en la destrucción producto de la barbarie de la guerra. Afortunadamente, y gracias a la sensibilidad de sus gobernantes, hoy podemos recorrer las calles y contemplar los edificios de la ciudad barroca que construyera Augusto el Fuerte tras el incendio de 1685, y que las bombas devastaron hace apenas 70 años.

Hoy, cuando escribo esta columna, es uno de esos escasos días soleados que permiten admirar mejor la belleza de una ciudad que ha renacido literalmente de sus cenizas. Desde el ventanal de mi habitación en la Gästehaus de la Universidad de Dresden, en la Weberplatz, contemplo el ir y venir sereno de los estudiantes del campus en una mañana que ilumina el frontispicio de la Facultad de Filosofía. La monotonía del campus en horario de clase se ve interrumpida a veces por algún vehículo que circula por sus calles rodeadas de espesos jardines, pero que no impide el transitar ágil de las bicicletas en una ciudad perfectamente preparada para ello. La línea 11 del tranvía me acerca al centro de la ciudad, serpenteando por sus limpias avenidas, sin competir con el resto del tráfico rodado, y mostrándonos la grandeza de sus espacios verdes, como el Grossen Garten, y su espléndido arbolado urbano. «La ciudad de los árboles», en palabras de mi amigo Serafín Quero.

Como en tantas ciudades europeas, el tranvía nunca dejó de circular por sus calles, y siempre ha formado parte de su paisaje urbano. Me detengo en la Hauptbahnhof, desde donde el viajero puede introducirse en el corazón de Europa en apenas unas horas.

Dresden está situada en el principal nudo de comunicaciones que enlaza la República Checa con el Norte de Europa, y a Polonia con el centro del continente. Forma parte de la denominada región metropolitana del triángulo sajón. Praga se encuentra apenas a dos horas en tren, y a una de Görlitz en la frontera polaca. A través de la principal arteria comercial de Dresden, rodeada de todo tipo de establecimientos, la Pragerstrasse nos acerca poco a poco al centro neurálgico de la renovada ciudad antigua.

Llama poderosamente la atención la fiel reconstrucción de los numerosos edificios civiles y religiosos de la ciudad barroca que fue, y que vuelve a serlo después de un plan pormenorizado de rehabilitación y reconstrucción sin parangón en el mundo, cuyo principal símbolo es la Frauenkirche acabada de reconstruir en 2005.

Dresden, calificada como la Florencia del Elba, es una ciudad que quiere seguir conservando su identidad arquitectónica y urbana, entendiéndola como su identidad de ciudad. Hay ciudades en España, por ejemplo, que aplauden, sin embargo, la desaparición de lo antiguo, como signo de una modernidad mal entendida o, mejor dicho, interesadamente entendida. No es el caso de Dresden, convertida ahora en una importante ciudad turística y cultural, que sabe combinar con la actividad industrial en una región pujante de millón y medio de habitantes.

Tras la caída del muro, Dresden, que había formado parte de la República Democrática Alemana, experimenta un gran desarrollo adaptándose a la Nueva Economía. Gobernada desde entonces por el CDU, la ciudad y su entorno se convierten en polo de atracción de nueva mano de obra y de una emigración cualificada. Los españoles constituirán también aquí un contingente importante, acrecentado en los últimos años, que ha contribuido de manera significativa a ese desarrollo. Empresarios, profesores universitarios, ingenieros, profesionales liberales, o trabajadores sin cualificar, nacidos en España, han encontrado en esta parte de Alemania su lugar en el mundo. Algunos de esos nombres tienen raíces malagueñas. El espíritu emprendedor y solidario del empresario turístico Manuel Molina Lozano, propietario de TSS, que siempre tiene proyectos para su tierra natal; la prolífica actividad docente e investigadora del Catedrático de Economía de la Universidad de Dresden, Antonio Roldán Ponce, de padre malagueño; o la genialidad creativa y literaria de Serafín Quero Toribio, para quienes lo conocemos»el profesor de Dresden» por antonomasia, son solo algunos ejemplos de la aportación humana del sur de España al nuevo crisol alemán de los albores del siglo XXI. Personas como ellos están además contribuyendo con su trabajo a la integración de Europa y a la construcción de una nueva mentalidad europea. Todo ello desde la Florencia del Elba en el corazón geográfico de nuestro continente.

*Juan Antonio García Galindo es catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga