Uno, de vez en cuando, se asoma a ver uno de los partidos del mundial. Atraído por la fuerza mediática, y el aura correspondiente, de sus grandes estrellas, se sienta ante el televisor y mira. Uno, entonces, para no distraerse con lo accidental (los goles, la biografía, los clubes, los millones de euros, los juicios técnicos, los chistes de los comentaristas, las lesiones, las explicaciones tácticas, los datos históricos), pone a cero el volumen del aparato y se concentra. Reconoce a muchos de los futbolistas con más pedigrí, imposible no hacerlo, y les sigue para comprobar si se merecen la fama que tienen. Y se sorprende.

Sí, se sorprende porque la mayoría deambula triste por los campos. Se les vé, de acuerdo, energéticos, hábiles, efectivos y ansiosos de gloria, pero a la vez temerosos, angustiados, abrumados por la responsabilidad, casi deseando que todo termine para exiliarse a una playa exclusiva en un confín del mundo. Se lo pasa mejor, con excepciones, la tropa, esos jugadores que les sirven de escuderos y que, en caso de éxito, tendrán un suculento trozo del pastel y, si no lo hacen, podrán descargar la culpa en el general que los guiaba.

Uno piensa en el argentino Messi con las tripas revueltas, retorcido sobre sí como un punto de interrogación que quisiera estrangular cada pregunta que contiene, marcando goles que se celebran más a sí mismos que él a ellos. O en el portugués Ronaldo, ese desdeñador profesional y narcisista para el que la portería rival es el espejo del probador de un sastre para millonarios, ese atleta de circo recortable que pierde cuando gana porque no sabe ganar y gana cuando pierde porque esa decepción le humaniza unos gramos (y uno segundos, no más). O en el brasileño Neymar, el único que parece pasárselo bien, relativizar los absolutos de este espectáculo de masas, no comerse demasiado la cabeza, sonreír de corazón, pero que en seguida rueda por el suelo, zancadilleado por los rivales y por el peso del futuro, como una moneda sin dueño, como el botón de un abrigo de segunda mano, como un naipe roto por una esquina que transportara un viento descreído. O en el español Casillas, ese portero otrora imbatible que no se acaba de recuperar del tiro en la sien que le disparara a bocajarro un pistolero portugués (y al que después rematara el juez de paz italiano que absolvió a éste), una herida supurante y maloliente que le hacía candidato a cliente de un balneario antes que a capitán y cancerbero de una selección campeona. O en el uruguayo Suárez, ese amigo de los dentistas y de los vampiros, esa hiena hambrienta de cadáveres que nunca cae en la cuenta de que el muerto que tiene más cerca es él mismo. O en el francés Benzemá, que alterna largos periodos de melancolía, dentro de los cuales se esconde como un niño miedoso debajo de la cama, con otros mínimos de euforia, que es cuando sale a comprobar si hay ladrones en la casa o si, uf, han regresado sus padres de la compra.

Son geniales como jugadores, ganan mucha pasta y acaparan titulares y proposiciones matrimoniales de modelos de piel de seda. Pero están tristes. O todos lo estarán menos uno: el que consiga proclamarse campeón del mundo. Los demás seguirán prisioneros de expectativas que les superan porque han madurado mal, es decir, según valores equivocados, que son los mismos, ay, de los que se proclaman portadores ante el resto de la sociedad y, sobre todo, de los niños.