Veo una foto de dos soldados alemanes en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Los dos llevan las máscaras antigás puestas, y entre ellos hay un caballo que también lleva puesta una máscara antigás. La imagen es tan grotesca y tan disparatada que parece un montaje antimilitarista realizado mucho tiempo después, en los días del surrealismo, pero es una imagen real que no tiene nada de montaje. Esos soldados llevaron las máscaras antigás y también se la pusieron al caballo. Si les sirvió de algo y consiguieron salvar la vida -y también la del caballo- cuando llegó un ataque de gas venenoso desde las trincheras enemigas, eso no lo sabemos. O si consiguieron volver sanos y salvos a su casa cuando todo aquello acabó, eso tampoco lo sabemos.

Es muy posible que esos dos soldados se alistaran voluntarios en los primeros días de la guerra, pensando que sólo iba a durar un par de semanas y que iban a ganarla casi sin disparar un tiro. La retórica de los políticos y la histeria patriótica de los periódicos difundían la idea de que iba a ser una guerra cómoda y limpia en la que la técnica moderna haría su trabajo sin apenas coste humano. Incluso decían que aquella guerra iba a acabar con todas las guerras. Pero dos meses después de iniciada, todos los soldados movilizados sabían que la guerra era una carnicería espantosa que nadie iba a poder ganar en mucho tiempo. Y además no tenía nada que ver con lo que les habían prometido los políticos, sino que era un infierno de alambradas, barro y ratas.

Esa guerra -que en España se vivió de lejos porque fuimos un país neutral- nos parece ahora muy lejana en el tiempo, sobre todo cuando vemos las filmaciones en blanco y negro que tienen el aire de una película de Charlot o de los Comedy Capers. Pero en cierta forma la modernidad tal como la conocemos ahora se inició con esa guerra que tenía que acabar -según decía la propaganda- con todas las guerras del mundo. La manipulación de las masas por parte de la prensa sensacionalista que propagaba mentiras y acusaciones disparatadas; la retórica belicosa de los políticos que atizaban el fuego porque eso convenía a sus intereses coyunturales, sin saber que estaban jugando con la vida de millones de personas y que cada nuevo paso que daban los estaba metiendo en un callejón sin salida que sólo llevaba a la guerra; o la ingenuidad temeraria de una población que no quiso darse cuenta de lo que iba a suceder porque se dejó intoxicar por sus propias fantasías y por sus propios prejuicios: todo lo que sucedió en el verano de 1914 se parece muchísimo a lo que nos está ocurriendo un siglo más tarde en esta Europa desconcertada que tampoco sabe muy bien adónde va. Y no hay que olvidar que la violencia y la destrucción se consideraban ideas «modernas» que seducían a los artistas y a los partidarios de la velocidad y de la tecnología más avanzada. Los poetas futuristas, por ejemplo, decían que la guerra era bella, aunque tuvieron que comerse sus palabras cuando les tocó enterarse de cómo era la guerra de verdad, esa misma guerra sobre la que habían escrito sus poemas y sus proclamas descabelladas que la aclamaban y la bendecían. Y en cierta medida, eso mismo es lo que sucede ahora con las películas y los vídeojuegos de violencia indiscriminada que entusiasman a los adolescentes, o a los muchísimos adultos que tienen la edad mental de un adolescente.

Pero lo peor de todo es que aquella guerra podía haberse evitado con facilidad, si no fuera porque los periódicos y los políticos de toda Europa hicieron todo lo posible para encender los ánimos de la población y para imposibilitar cualquier transacción o cualquier clase de acuerdo. Y llegó un momento en que todos los mandatarios estuvieron atrapados por sus propias promesas engañosas y por sus propias mentiras, hasta que no les quedó más remedio que firmar la orden de la movilización general. Y cuando empezaron de verdad los tiros y se impuso la cruda verdad de la guerra que no acabó con ninguna guerra, sino que lo dejó todo listo para una guerra todavía mucho peor que sólo tardó veinte años en llegar, aquellos dos soldados alemanes -que también podían haber sido ingleses o franceses o austríacos o rusos- tuvieron que ponerse una máscara antigás y ponérsela también a su caballo, porque les había tocado vivir una guerra estúpida y absurda y cruel que no sirvió para nada.