En sus mil alvéolos, el espacio conserva tiempo comprimido. El espacio sirve para eso». Debemos a Gaston Bachelard esta bellísima definición, extraída del primer capítulo de su libro La poética del espacio. En él se desgranan las ensoñaciones surgidas de la evocación de los añorados espacios domésticos de la infancia, aquellos lugares de gozoso tedio en los que se contenían nuestras soledades remotas.

Nuestra generación aún alcanza a atesorar recuerdos sumamente sugerentes desde el punto de vista sensorial: un haz de luz natural filtrada por unas persianas de librillo tras unos visillos, el cierro de madera que encapsulaba el aire exterior; corredores acristalados inundados por un fulgor vespertino. Penumbras, claroscuros sobre pavimentos hidráulicos que jalonaban los titubeantes pasos del niño que fuimos. Espacios todos ellos ya desaparecidos, al igual que nuestros abuelos a los que pertenecían; pero que persisten obstinadamente arraigados en nuestra memoria.

Nadie dudará de la superioridad de nuestras viviendas actuales desde el punto de vista, por ejemplo, electrotécnico, o desde el de la dinámica de fluidos; aunque no tanto desde el de la eficiencia energética. Pero estos otros aspectos que antes citábamos, no cuantificables, inmateriales, no recogidos en ordenanzas urbanísticas ni en códigos de edificación, están clamorosamente ausentes en ellas.

Hoy en día, los recuerdos de una nueva generación están por germinar en las mentes de nuestros hijos, y por ello resulta legítimo reflexionar sobre la calidad espacial de los interiores anodinos en los que generalmente habitan, y consecuentemente, por la manera en que se está modelando su percepción de su entorno. Sería muy pertinente preguntarles dentro de unas décadas su opinión acerca de estas cuestiones.