A Málaga se la ha muerto el kilómetro cero de su presente. El alcalde que asfaltó de democracia las calles de tierra de la posguerra. Era médico y llevó a cabo el saneamiento integral de la ciudad. Pavimentación, acerado, iluminación. Cincuenta barriadas irguiéndose sobre el aislamiento de un tiempo suspensivo y enfermo. Tenía una excelente formación de filósofo ilustrado y apostó porque la cultura fuese un teatro moderno, la recuperación del genio exiliado que revolucionó la pintura en una Fundación natal donde todos los lunes era Picasso. La literatura, el cine, la tradición impresora de poesía, la huella de la Generación del 27 -que defendía su compañero de partido Rafael Ballesteros- fueron también los motores de su programa. Hacer de la cultura la música de cámara de una ciudad cautiva de la leyenda popular de las mil tabernas y una sola librería. Su formación académica se completaba con estudios de periodismo. Tal vez por eso no dejó nunca de responder una pregunta incisiva ni de aceptar ese diálogo a fondo y con trampas que son las entrevistas. De de voz grave, elegante en el gesto adusto y en admitir la posible razón de la crítica a la que, educado y hábil, intentaba darle la vuelta para desarmar el argumento del periodista. El objetivo defensivo de todos los políticos, eficaces en negar y contraatacar, aunque de todos los cargos políticos que he entrevistado ninguno lo hizo con la serenidad y el talento ajedrecístico que él escenificaba.

No era un hombre festivo pero como alcalde cosmopolita convocó a los cónsules extranjeros a pie de los fuegos artificiales del verano. Noches de gastronomía y conversación, en las que a la prensa se le exigía corbata y chaqueta, empezó a definirla ciudad como una marca TC. Turismo y cultura. El futuro y la identidad. Al igual que había subido el telón de la dramaturgia internacional en el Cervantes y en el teatro romano, a los comerciantes les abrió otra feria en el centro histórico como un reclamo nacional que ha pasado, décadas después, de ser un curioso escaparate a un lamentable espectáculo. Sin dejar de soñar planteó un ambicioso parque tecnológico que significase una atractiva isla para la economía empresarial, internacional y especializada. Durante cuatro mandatos socialistas también mantuvo inquebrantables pulsos políticos con la Junta de Andalucía, la Autoridad portuaria y alguna que otra institución. En política es más fácil ganar adversarios que compañeros de visión y de trabajo.

Dieciséis años y un nuevo cementerio después, el alcalde que, como casi todos los políticos de largo recorrido, se equivocó en ese último mandato del desgaste personal, apagó la luz de su despacho, encendió su pipa y comenzó a prepararse para lo que siempre le gustó más: ser un ciudadano del sur de Europa. A eso se ha dedicado en sus últimas décadas. A ser flaneur, sin refugiarse en los cómodos consejos empresariales ni ejercer como oráculo político de la experiencia. En la calle, en las tertulias con un grupo de amigos intelectuales y hasta hace poco en las páginas de un periódico donde nunca dejó de sentirse un inquilino provisional. Un hombre de memoria, leyes y sueños que por escrito hablaba a los demás a la altura de los ojos. A los treinta y cinco años de comprometerse en su investidura a construir un futuro para Málaga un infarto puso el punto final a su vida. Justo a la hora del pleno municipal que en otros tiempos presidió Pedro Aparicio. Un alcalde al que la ciudad le debe más que un homenaje póstumo y una calle de paso.

La misma noche de su óbito, libre de ceremoniales institucionales a los que se negó en sus últimas voluntades ante notario, pensé en cómo debe recordarse un alcalde. En cómo a ellos les gustaría ser encendidos un instante en el almacén de negativos de la memoria. Lo hice en el teatro romano donde estaba a punto de estrenarse La bella Helena de Troya, ópera bufa de Jacques Offenbach que el director Juan Hurtado hizo brillar como una divertida, pícara e inteligente comedia de cabaret sobre la república del amor. Una propuesta con la que este ogro escénico, siempre independiente y retador intelectual, volvió a demostrar su talento en la dirección, en elegir la música atmosférica y en la manera con la que trabaja y compone una excelente melodía de actores. Sentado en una piedra de la Historia de Málaga y de su presente, recordé cómo desde el impulso de Pedro Aparicio, de los artistas de la generación del cincuenta, de los jóvenes creadores de mediados de los ochenta y de otras instituciones de aquellos años, como el Colegio de Arquitectos y la Diputación, Málaga se ha ido convirtiendo en una capital cultural. El museo Picasso, la Fundación casa natal, la pinacoteca Carmen Thyssen, el cercano Bellas artes con sus joyas del XIX, el Centro de arte contemporáneo, el Festival de cine español, la Semana del Fantástico y la del Terror, el Centro Cultural del 27, el Instituto Municipal del Libro, el Centro Andaluz de las Letras, el Teatro Cervantes y el Romano, el Ateneo, la Térmica, unas pocas galerías de arte que resisten y nuevos espacios alternativos que surgen entrecruzan una atractiva diversidad de propuestas. Cada día se celebran eventos entre los que elegir o trenzar un itinerario a pie de la cultura, del mar y de una exquisita gastronomía mediterránea en una ciudad a tamaño humano.

A unos alcaldes se les recuerda por su caciquismo, por sus sombras, por su populismo, por su mediocridad, por su corrupción, por su gestión. A Pedro Aparicio le enorgullecería que le recordasen como el alcalde de una democracia en la que lo importante era transformar la cultura de hacer ciudad y de que Málaga dejase de ser el aeropuerto de Torremolinos para convertirse en una importante ciudad TC.