Le faltó únicamente presentarse con corona de espinas y hacerse rodear por un grupo de eunucos enrabietados besándole el anillo. Por lo demás, su vuelta fue tan tosca como se esperaba, con el papel de iluminado indecorosamente encima y un discurso de héroe contra los demonios que le hizo parecer poco menos que víctima de una conspiración mayúscula e internacional; como si en lugar de haber sido condenado por dos tribunales diferentes, uno de ellos el Tribunal Supremo, fuera una pareja de borrachos de dedo largo la que hubiera vertido en la noche insidias caprichosas contra él. Tiene Martín Serón la ventaja para su puesta en escena de aquel exceso retórico en el que se fraguó su detención. El hecho de que fuera arrestado justo después de un almuerzo al que había acudido casi por compromiso Rajoy le ha acabado por inspirar una megalomanía muy del corte aznarista; hasta el punto de creer que su caso, una gota espesa en el océano de corrupción en el que últimamente navega el PP, es el asunto número uno del partido y del país, tan significativo como para justificar llamadas a palacio y una defensa, la suya, plagada de barbaridades, con citas de trazo grueso a ETA, la pena de muerte y la Santa Inquisición.

En su regreso a los ruedos de la política, como en aquella bochornosa noche del balcón, Serón embridó sus palabras al estilo justiciero y pecho palomo de Jesús Gil; puso a la justicia de vuelta y media y casi siempre en nombre de un «pueblo» -tremendo concepto el suyo- al que alude sistemáticamente con tics predeciochescos, como si se tratara, no ya de ciudadanos, sino de una masa amorfa a la que puede hacer bailar con sólo arrojar una moneda por el tragaluz. «El pueblo está conmigo», dijo, cuando en realidad lo que quería decir es aquello otro, «El pueblo soy yo». Y, además, porque todo es ripio y bravuconería en su locuacidad, acusando al PP y al PSOE de haber dado alas a Podemos, un partido al que tildó de populista. Precisamente él, que con actuaciones como las de ayer deja a Hugo Chávez y Berlusconi a la altura de la tecnocracia y el distanciamiento emocional.

En sus planteamientos, carnívoros y omnívoros al mismo tiempo, Serón, que ya había despojado de conciencia e individualidad a los ciudadanos, arrambló incluso con su aliada Antonia Ledesma, de la que dijo que sería «una gran alcaldesa», como si en el año en el que ha estado inhabilitado la regidora hubiera acudido a los plenos a hacer sudokus y cumplir con un formalismo menor y no con una orden cuyo cumplimiento riguroso viene avalado nada menos que por el máximo órgano juridisccional del país. Pertenece Martín Serón a esa clase de políticos españoles que apelan a la defensa de la democracia con una distorsión y ferocidad genuinamente antidemocrática, dando una visión del Estado de Derecho casi limitada de manera oportunista al triunfo electoral. Cree Serón que contar con los votos legitima la permanencia en el cargo, como si en la democracia no fuera también obligatoria la transparencia y no cometer delitos que, con las garantías constitucionales oportunamente ordenadas, son motivos de inhabilitación. Y más, en su caso, en el que una sentencia ratificada por el Supremo, no un rumor alimentado por la malevolencia, le condena por haberse aprovechado de lo público, de lo del «pueblo», para un fin personal. No deja de ser curioso que con semejante perfil, al que se añade, no se olvide, la lícita, pero ideológicamente sospechosa, migración de siglas en busca del poder -en 2000 formó un partido independiente y pactó con el PSOE- se atreva a dar a diestro y siniestro lecciones de moralidad. «Me envidian porque soy guapo y rico. Como Ronaldo y como Bárcenas. Y del Real Madrid», le faltó decir. La diferencia, y en eso lleva razón, es que ese mismo discurso hace menos de un lustro era aplaudido encomiásticamente por la cúpula en bloque del PP.